Es finales de julio y el principio de una travesía que puede resultar mortal. Marta (nombre protegido) ha decidido apuntarse al peligroso plan; como lo han hecho miles de ecuatorianos en los últimos meses de 2021, desde que se empezaron a sentir los estragos de una economía fuertemente golpeada por la pandemia del covid-19.
Entre enero y junio de 2021, alrededor de 67.000 ecuatorianos volaron rumbo a México, según el Ministerio de Gobierno. La mayoría salió “por turismo”, pero apenas han retornado 28.000 personas. Lo que significa que 39.000 eran migrantes.
Marta teme por su vida. A sus 21 años se cansó de vivir en un lugar donde escasea el trabajo “bien pagado”, que no le alcanza para sostener a su pequeño de 5 años, ni para concretar los pagos de su grado en Economía.
Viajar al norte. Llegar a Nueva York, y encontrarse con su padre quien le ayudaría a conseguir un empleo mejor remunerado es su mejor opción para mantenerse a flote, pensó cuando salió de Paute, Azuay, sobreponiéndose al dolor de dejar a su hijo sin saber cuándo volvería o, peor aún, si lo haría.
El riesgo no es poco y lo sabe. Según datos de la zonal 6 del Ministerio de Relaciones Exteriores y Movilidad Humana, entre 1 de enero y el 27 de agosto se contabilizó 35 ecuatorianos fallecidos en la frontera entre México y Estados Unidos, de igual manera, el reporte de migrantes desaparecidos es de 35, de los cuales 20 fueron localizados.
Conseguir el “contacto”, es decir el coyote, fue fácil, relata Marta en entrevista con Revista Vistazo. Ya otros miembros de su familia habían emprendido ese peligroso viaje. Los 16.000 dólares que le costó el trayecto fueron prestados por sus padres, hasta que pueda saldar esa deuda con el trabajo en Estados Unidos.
Según datos de la Cancillería ecuatoriana, más de 1.000 millones de dólares son los ingresos que reciben los coyotes de parte de los migrantes ecuatorianos.
El recorrido de Marta inició en el aeropuerto de Guayaquil con destino al Distrito Federal de México, viajó como una turista más, cuando ese país aún no cerraba las fronteras para Ecuador: una maleta grande con ropa y un equipaje de mano para no levantar sospechas de las autoridades.
A su llegada un hombre la recogió, la reconoció porque, antes, había enviado su foto al contacto. “Me subieron a un carro, me llevaron al hotel y allí se tenía que dar una parte del dinero. Yo entregué 1000 dólares en ese momento”, cuenta.
Esa noche durmió en el hotel. Al otro día, se enganchó a la espalda solo su mochila con implementos básicos y el resto de maletas las abandonó en el hotel. “Tienes que ir con ropa floja y nada arreglada. En el caso de nosotras las mujeres eso es importante”, sostiene.
A ella la recogió su contacto y la llevó a la casa de una “familia normal”, en donde le compraron un boleto nacional con destino a la ciudad de Juárez. “Allí no tuve ningún problema ni al subirme, ni al bajarme del avión. Una persona me esperaba. Me enseñó mi foto y me dijeron vámonos. Allí solo resta confiar”, explica. Su calvario estaba a punto de iniciar.
El hombre que la llevó en un auto le dio agua y comida y después la llevó a una “bodega”. Se trataba de una casa pequeña abandonada en la que, calcula, no cabían más de 10 personas, pero encajaron a 40 migrantes de diferentes países.
“No había colchones, dormíamos en el piso, no había luz, te bañabas con una manguera y cocinabas lo mínimo que habían dejado en una pequeña cocina. Todos debíamos estar siempre adentro para que no nos vean”, recuerda.
Marta estuvo alojada una semana en esa casa hacinada e insoportablemente calurosa, hasta que llegó su momento de cruzar. “Mi contacto me dijo, hoy te sacan; y me llevaron a la casa de una familia. Ese día me hicieron cruzar por primera vez”, relata.
La ruta que usó fue el cerro de Cristo, un camino hacia los Estados Unidos, en el que los indocumentados se encuentran con símbolos religiosos a lo largo del trayecto, que muchas veces es acompañado con golpizas, extorsiones, violaciones y hasta asesinatos.
El grupo con el que ella peregrinó esa noche estaba compuesto por ocho personas, en el cual ella era la única mujer. Se trata de un cerro peligroso, en el que se ha encontrado a hombres y mujeres asesinados. Según las autoridades mexicanas, está dominado por grupos criminales bajo el mando del cártel de Juárez.
“A nosotros nos robaron, golpearon a la persona que nos guiaba y al resto de hombres también. Estos ladrones llevaban armas y nos pidieron dinero. El poco dinero que teníamos tuvimos que darles. Yo temblaba porque en ese momento dije, yo soy la única mujer y si se les ocurre hacerme algo sería muy fácil, en esa oscuridad me podían hacer lo que se les dé la gana”, cuenta.
Rogó a Dios en ese momento para que su ropa holgada, la trenza medio deforme que se tejió en el cabello, y su actitud de “marimacha” sirva para disuadir a los delincuentes de abusar de ella.
“Nos tuvieron una hora así y después nos soltaron. Caminamos todo ese cerro que es horrible, hasta llegar a las vías de un tren. Ahí es cuando teníamos que correr, pero tú te das cuenta de que tu pies no te funcionan”, menciona.
Después de tres horas de caminata de subida y bajada en el cerro, la carrera a velocidad en lo plano era complicada —recuerda— porque sus pies se habían vuelto torpes.
A paso acelerado y, aún en la oscuridad, tuvieron que atravesar vías, rejas y muros, hasta llegar a Estados Unidos, donde los iba a esperar un “raitero”, un conductor que frena a raya y arranca a toda velocidad para llevar al grupo de migrantes hasta una "zona segura". Sin embargo, esta persona llegó seis horas después de lo acordado, y cuando les dijo que salgan, agentes de Migración de los Estados Unidos los atraparon a todos y los devolvieron a una cárcel de México, cerca de las 06:00.
“Nos quitaron los cordones de los zapatos. Estuve 20 horas presa, sin comer, sin tomar agua. La cárcel donde nos meten parece una hielera, hace mucho frío. No hay colchones ni nada con qué taparse, solo la ropa con la que intenté cruzar. Allí me enfermé no sé si por el frío o porque me dio covid-19 al estar con mucha gente, algunos de ellos, enfermos”, comenta.
Mientras estuvo presa, Migración le tomó una foto y recogió sus huellas dactilares, pero luego la dejó libre. Sus contactos la recogieron nuevamente, logró descansar esa noche, y al siguiente día en la oscuridad volvió a cruzar.
“Ese día íbamos 12 personas, y para que no nos roben tomamos otra ruta. Ese día todo estuvo muy caliente porque había el helicóptero que alumbra, nos teníamos que ir escondiendo, y cuando estábamos por llegar a las rieles del tren, se encendió un foco y era Migración otra vez”, cuenta.
Al ser un grupo mediano, ella y otra mujer joven oriunda de Nicaragua lograron esconderse, mientras retenían al resto. "Nos escondimos y no nos vieron, eso ya fue gracias a Dios”, dice.
Otra vez llegaron hasta las rieles del tren, pero esta vez, tuvieron que esconderse por nueve horas hasta que llegue el raitero. “Estuvimos allí, en el monte, sin comer, sin agua. Cuando llegaron a levantarnos, tuvimos que correr con todo lo que da hacia el carro. Frenó a raya, nos subimos y arrancó a toda velocidad”, asegura.
En ese vehículo la separaron de su acompañante y a ella la llevaron hasta la casa de una familia en El paso, Texas, en donde le quitaron el teléfono para evitar ser rastreada por los satélites policiales. “Ahí te toca esperar hasta que tu contacto te diga que ya puedes salir. Fue ahí cuando me llegaron los síntomas de lo que te contaba: fiebre, tos, dolor de cuerpo”, asegura.
Enferma, cansada y sin nada de dinero porque todo se lo robaron, su horror todavía no terminaba. Para cruzar hacia otros Estados de Norteamérica tuvo que caminar 20 horas por un desierto en un grupo, en el que nuevamente era la única mujer.
“Ese fue el más duro porque allí caminamos 20 horas, día y noche, sin parar. Asimismo, el carro te deja en un punto y tú empiezas a correr como loco y te vas guiando por el teléfono que, previamente, te devuelven. Ya cuando estás bien alejado de la carretera, comienzas a caminar. No duermes, solo caminas”.
Cuando los miembros del grupo se quedaron sin agua, tuvieron que recurrir a un pozo que encontraron en el desierto. “Gracias a Dios no nos hizo daño. Con eso agarramos fuerzas y llegamos hasta una carretera. Allí, nuevamente, te debes esconder y cuando tu contacto te avisa corres lo que más puedes hasta tomar a un nuevo raitero”, relata.
“Ya dentro del carro te hidratan y te dan comida. Te hacen video para enviárselo a tu familia. Y comienzas el viaje hacia tu destino. Ese viaje es como de tres días porque van pasando diferentes Estados en los que la gente se va quedando. A lo largo del recorrido tu familia va haciendo los depósitos, y ya al llegar, se paga el restante”, comenta.
Según Marta, ya en Estados Unidos, conseguir trabajo fue lo más fácil. “A veces no te piden papeles y, otras veces, es fácil usar documentos falsos. Entonces, el empleador suele darse cuenta de que los documentos no son viables, pero igual te aceptan”, dice la joven que ahora trabaja en un restaurante en Manhattan.
Marta asegura que su padre, algunos tíos y primos cruzaron la frontera también de manera ilegal. Incluso, asegura, en su pueblo ha visto cómo las casas se quedan abandonadas porque todos los miembros de la familia deciden salir del país en busca de trabajo.
Por ahora, su plan es saldar la deuda de 16.000 dólares que gastó en el cruce. Y luego, tras seis o siete años, piensa que habrá ahorra el dinero suficiente para mejorar su calidad de vida, y volver a Ecuador a abrazar a su pequeño quien, hasta entonces, habrá comenzado una etapa difícil, la adolescencia.
Marta no está muerta, pero pudo estarlo. Las crudas cifras de la migración así lo reflejan. Ella logró su sueño americano, tras realizar una travesía de más de un mes, en el que pudo ganar o perderlo todo para siempre, a ella le tocó la primera.