En los años sesenta, investigadores del Instituto Tecnológico de Massachussets llegaron a la conclusión de que la forma en que los humanos nos organizarnos se tornaba sumamente compleja, como resultado del crecimiento poblacional y las revoluciones industriales. Por ello, plantearon una nueva rama de investigación: la “metodología de sistema”, que estudia y crea estructuras de grupos de trabajo enfocándose en mejorar sus resultados. A partir de esta teoría, se diseñan grandes estructuras organizacionales (que permiten la colaboración estructurada de decenas de miles de individuos), cuyo trabajo colaborativo puede crear cosas increíbles, como por ejemplo, las tecnologías contemporáneas y futuras. Con la llegada del internet y sus herramientas, dichas estructuras traspasaron sus límites físicos y se volvieron digitales.
La metodología de sistema evolucionó y hoy es indispensable para diseñar y construir estructuras de trabajo en organizaciones públicas y privadas casi a nivel global - y digo casi- porque dicho conocimiento no llegó a la clase política ecuatoriana. En cada elección se proponen mitos fantásticos, se apunta como mérito a la refundación (o destrucción) de las instituciones públicas en ciclos de cuatro años. Así nos meten a todos, queramos o no, en la tierra del caos, el reino del más sabido, del corrupto, o de “mesías” que quieren reinventar todo a cuenta del poder efímero que les otorga la elección. En la visión “iluminada” del caudillo promedio, no le importa botar a la basura proyectos de sus antecesores y los recursos invertidos, mientras mejor haya sido algún resultado, del gobernante anterior, parece aún más importante destruirlo y si es con saña, mejor. Así se ha perfeccionado la cultura del despelote y del despilfarro que es la antítesis de cualquier lógica de progreso.
Este comportamiento ha sido bien estudiado dentro de la metodología de sistema y nos plantea lo que hasta por sentido común es evidente: cuando los sistemas se crean y destruyen constantemente, no pasan de una fase conocida como “imitación” de la cual las organizaciones (instituciones, ciudades o países) nunca mejoran.
En estas elecciones estamos en el mismo círculo vicioso. En Quito, por ejemplo, en dos foros organizados por universidades, se pidió a los candidatos hacer un diagnóstico del Municipio y sus consecuentes planes de trabajo, a lo más profundo que llegaron todos, es a esbozar que “se necesita un cambio en el modelo de gestión”, o hablar de “transformaciones estructurales”, o incluso extremismos sobre reducir plazas de trabajo por el mero dogma reduccionista. No lograron definir el modelo que habría que cambiar, ni el porqué, ni el cómo las transformaciones propuestas harán que salgamos de la dolorosa rueda de la imitación y las incoherencias del “borra y va de nuevo” o del “prueba error” cada cuatro años (o menos, si no terminan el mandato).
No habrá cambios en el Municipio si los políticos que aspiran a dirigir la ciudad están más ocupados en el marketing o el tiktok, en lugar de tener claras las bases técnicas. El carisma ayuda en las elecciones, pero no sirve para gestionar y administrar un sistema tan complejo como es el Distrito Metropolitano. Sin un método eficiente y de largo aliento seguiremos atrapados en un callejón sin salida, viendo como toda la infraestructura municipal se deteriora inexorablemente, como los servicios se vuelven suplicios, como las inequidades se profundizan. Perdemos la esperanza y las oportunidades de proyectar y construir una capital del futuro mientras intentamos desesperadamente no retroceder y sumirnos en el caos.