Ramiro Ávila Santamaría, exmagistrado de la Corte Constitucional, explica la importancia de instituciones independientes y la vergüenza de cómo algunos órganos estatales se manejan como botines políticos. ¿Es necesaria una nueva Carta Magna? La respuesta no es sencilla.
Ramiro Ávila Santamaría fue uno de los tres jueces que, por sorteo, abandonó la Corte Constitucional para dar paso a la renovación de la institución que debe hacerse cada tres años. Este es el único órgano del Estado que parece funcionar y en el que sus integrantes no se sacan los ojos o se atrincheran en sus oficinas, invocando al pueblo para mantener sus espacios o cuotas de poder. Esto último se ve ahora en el Consejo de Participación Ciudadana y el Consejo de la Judicatura; antes en la Contraloría; hace poco en el Municipio de Quito, siempre en la Asamblea. Es el teatro político al que se acostumbró Ecuador.
En los últimos tres años, la Corte Constitucional se convirtió en un caso atípico de mesura, consensos y argumentos, en un país acostumbrado a la inestabilidad y polarización política. Y dentro de la Corte, un caso atípico era Ávila. Máster en Derecho por la Columbia Law School y doctor en Sociología Jurídica en la Universidad del País Vasco, era el único magistrado que iba al trabajo en bicicleta. La corbata no se hizo para él.
Aportó en el área de Derechos para la Constitución de Montecristi. Pero reconoce que esta Carta Magna, la vigésima del Ecuador, engendró un presidencialismo que ya fue usado y abusado por el gobierno de Rafael Correa, y está a merced de cualquier otro. ¿Cambiar la Constitución? No. Ávila dice que, por más norma jurídica innovadora, si la clase política no cambia sus prácticas, seguiremos condenados al fracaso.
¿Cuál fue su papel en la Constitución de 2008?
Yo trabajé en el Ministerio de Justicia entre 2008 y 2010. Desde ahí, la idea era proponer textos jurídicos y pasarlos a la Asamblea Constituyente. Dimos muchos insumos en temas de derechos. Y, al final de la Constituyente, fui parte de la Comisión de Redacción. Tengo que reconocer que el tiempo fue insuficiente, hubo un déficit democrático de la Constituyente.
Fue un trabajo cívico, pero pudo ser mejor. La Constitución tiene un problema que hay que reconocerlo y debatirlo. Tiene dos caras: por un lado, los derechos y las garantías que suponen un poder que se da a la gente; y, por otro lado, el ejercicio del poder que genera un presidencialismo reforzado, que se dio en la época del correísmo.
Este presidencialismo se tomó todas las instituciones del Estado.
Se crea el Consejo de Participación, que tenía la trampa de nombrar a todas las autoridades de control. Eso lo tenía claro el gobierno cuando lo cooptó. Pero no logró tomarse el sistema de justicia y por eso hicieron la reforma de 2011.
Ahí hubo preguntas de los toros y los casinos, pero lo más importante era la reconfiguración del Consejo de la Judicatura y ahí el secretario del Presidente de la República (Gustavo Jalkh) se convierte en el titular de esa institución. Fue evidente.
Ahora vemos que en el Consejo de Participación Ciudadana y en la Judicatura hay crisis y disputas. ¿Es un problema de diseño constitucional?
En algo se explica por la Constitución, pero también es importante el papel de la cultura política. La Corte Constitucional ha demostrado que cuando hay personas que llegan al poder y lo hacen de forma honesta, cumpliendo las misiones institucionales, puede ser diferente el resultado.
El diseño puede ser el mejor, pero si no hay compromiso político, si vas a gobernar para tu partido o para ti mismo, no hay institución que funcione. No existe un pacto de la clase política por institucionalizar al Estado.
¿Entonces no hay arreglo?
Es un mal de toda Latinoamérica que tiene mucho que ver en cómo entró a la independencia y al republicanismo. Para Bolívar, por ejemplo, el defecto que tenían los países era que no teníamos tradición monárquica. Él creía en la monarquía. Por eso todos los sistemas políticos (de Latinoamérica) son presidencialistas porque es lo más parecido a una monarquía: un Ejecutivo fuerte.
Pero Inglaterra, por ejemplo, tiene un constitucionalismo monárquico y funciona.
Porque tiene instituciones fuertes. A pesar de que no tiene una Constitución escrita, tiene una herencia jurisprudencial que se respeta y limita al poder. Los primeros ministros son democráticos a pesar de todo.
Igual Estados Unidos: no se ve mayor diferencia entre un demócrata y un republicano. La diferencia es que invierten más en unas cosas, menos en otras y discuten cosas morales como el aborto sí o no, pero el sistema económico no se altera.
¿Cómo funcionan las instituciones y la democracia en Latinoamérica?
Somos hijos de la dictadura, de caudillismos. La historia del Ecuador es la historia del período floreano, alfarista, velasquista, correísta. Eso es un desastre para la democracia.
Vivimos 10 años de presidencialismo con Correa, pero ¿cómo se han comportado Lenín Moreno y Guillermo Lasso con la Constitución?
Creo que Moreno fue errático. Lastimosamente, para gobernar en este país debes tener alianzas con grupos de poder y Moreno fue como un barco a la deriva que se agarró de donde pudo.
Lasso me da la impresión que, en medio de esta crisis que estamos viviendo, se da cuenta que con el presidencialismo puede hacer jugadas políticas para cooptar el poder. Por eso estamos viendo las disputas en el Consejo de Participación y la Judicatura por quién se queda con la titularidad de esas instituciones.
¿Deben desaparecer el Consejo de Participación Ciudadana y la Judicatura como lo ha planteado el propio Lasso?
El Consejo de Participación tiene dos defectos. Uno: institucionaliza la participación y eso no tiene sentido alguno en política. Y dos: la única importancia de ese organismo es la capacidad de seleccionar a las autoridades de control.
Eso explica que siempre sea un botín político. Quien tiene control del Consejo de Participación, tendrá control de las autoridades a su imagen y semejanza. En el correísmo se evidenció lo inadecuado de eso. Creo que debe desaparecer.
¿Y la Judicatura?
El Consejo de la Judicatura debía ser un ente administrativo, pero con el poder sancionador y de seleccionar jueces, resultó una amenaza a la independencia del sistema judicial. Es otro botín político. Esta es la peor herencia del correísmo: haber distorsionado las misiones institucionales de los órganos del Estado.
¿Entonces otra vez hay que cambiar la Constitución?
Ese es el mal endémico de este país. La cantidad de constituciones que tenemos refleja nuestra inestabilidad política y el intento de perennizarse en el poder.
El temor que tengo de una Asamblea Constituyente o una reforma integral es que pueda haber retrocesos en derechos. La lógica es que debe existir un poder más equilibrado y eso significa transitar hacia un modelo donde el Parlamento tenga un poco más de poder y, al mismo tiempo, una reforma al sistema de partidos políticos.
¿Darle más poder a la Asamblea sería regresarle su capacidad de nombrar autoridades?
Sí. Y de hacer juicios políticos con más poder. Pero eso solo tiene sentido si es que hay una reforma importante a los partidos políticos, que deben tener democracia interna y ser un órgano intermedio entre la ciudadanía y el Estado.
Los partidos políticos siguen reflejando el caudillismo, el personalismo y esa es la tragedia del Ecuador. No hay base social con la capacidad de controlar a las autoridades de los partidos. Si seguimos así, tendremos algo similar a octubre de 2019. Si la gente no tiene en dónde canalizar sus angustias, sus demandas, lo va a hacer en la calle porque los partidos no están representando a la gente.
¿Qué importancia tiene la Corte Constitucional que ganó prestigio en los últimos años?
La Corte es como un árbitro en un partido de fútbol. No puedes tener un árbitro vendido. Durante el correísmo, la Corte no jugó de forma imparcial. Por ejemplo, ninguno de las decenas de estados de excepción que expidió ese gobierno tuvo control de constitucionalidad.
Entonces no fue un árbitro, sino que jugó el partido de fútbol. Por eso hubo excesos contra los medios de comunicación, contra el movimiento indígena. Todos los movimientos sociales fueron divididos, se cerraron las ONG ecologistas. El presidencialismo reforzado es la lacra de la Constitución, porque da las herramientas para incidir en las otras funciones del Estado.
¿Qué mensaje dejó la Corte Constitucional en estos tres años?
Que no se puede hacer cualquier cosa. Que use la fuerza de manera mesurada. Por primera vez la Corte, en la historia de la Constitución de Montecristi, le pone frenos al ejercicio del poder y eso es una señal de que el árbitro del partido de fútbol empezó a funcionar. Comenzó a sacar tarjetas rojas y amarillas. Dejar que juegue cuando está dentro de la Constitución y parar cuando está en contra.
Se plantea que la Corte Constitucional dirima quién se queda con la presidencia del Consejo de Participación.
Puede, pero no me parece el mejor escenario para resolver disputas políticas. A la Corte no le conviene ser un actor político más que está jugando para meter gol. Y éste es un problema de la clase política, que lanza la pelota a la Corte y le hace un daño terrible.
En el caso del Consejo de Participación hay intereses muy evidentes: hay que nombrar Contralor, Defensor del Pueblo; se juegan muchas cosas.
También vemos que recurren a la justicia para que juegue el partido.
Eso pasa cuando tienes control de la Función Judicial o crees tener ese control. Ponen una medida cautelar en otro cantón del país ¿por qué apostaron a ese juez? Porque tenían control sobre ese juez, no hay otra explicación. Esto refleja la inmadurez política.
En la historia republicana, la gente que tuvo el poder no tuvo la capacidad de compartir ni siquiera el conocimiento a través de bibliotecas públicas, mucho menos compartir los beneficios económicos y políticos que siempre ha tenido. Tenemos una clase política tremendamente cortoplacista y egoísta.