Luchito está sentado en un taburete en su taller “Súper Balones Chóez” en Aguirre y José Mascote. En el barrio todos los conocen y no dudan en asomar para saludar el mago de los balones que jugó hace más de 70 años con los juveniles del Audaz argentino antes de dedicarse a su hobby preferido: elaborar bolas de índor y de fútbol.
Sus brazos y manos son largos y delgados y pareciera que cada una de sus venas brotadas por el esfuerzo se confunde con las pequeñas figuras geométricas del balón que repone entre sus piernas.
A lo largo de los años su técnica no ha cambiado. Hunde un punzón que se llama abridor en el cuero, lo agujeta y sobre la mordaza -que es una madera sobre la que descansan las piezas-, Luis va cosiendo a mano hasta formar un perfecto balón de índor.
Recuerda que de niño jugaba con una pelota de trapo que hacía con un par de medias viejas y rellenaba con papel y trapos. Luego se impuso la moda de los famosos balones de enmallado del bleri, una especie de vejiga de látex al que se introducía en una bolsa elaborada en cuero cocido y con las que se jugaba el fútbol profesional.
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Luis asevera que su padre fue el pionero en elaborar balones de índor. Todo empezó en una talabartería de la calle Villamil –hoy La Bahía– donde confeccionaba monturas para caballos, fundas para machetes y revólveres. “De repente se puso a reparar los primeros balones de fútbol que llegaban de Argentina y nuestros artesanos empezaron a confeccionar los suyos”, acota el pibe que vivió en carne propia el auge del índor en el Guayaquil de los años cincuenta cuando los balones grandes se achicaron en pelotas callejeras.
“En esa época solo estaban formadas por 6 piezas de cuero, luego por 12 y 18. Ahora una pelota de índor –al igual que un balón de fútbol– se forma con 32 piezas hexagonales y pentagonales”, explica Luis que cosió su primer balón a los 14 años. “Se fabricaban hasta 6 a 7 docenas de pelotas a la semana”, acota Luis.
“Eran otras épocas. En el centro de la ciudad los vecinos cerraban las vías y se armaban los equipos. Una costumbre que en ese sector desapareció y se trasladó a los barrios suburbanos”, dice el artesano que hacía sus mejores ventas en el verano. “En la temporada seca resurgían los interbarriales, las fechas cívicas y la celebración de las fiestas patronales por las cuales las casas deportivas se proveían de balones con tiempo”.
Luis reconoce que es el último de los Chóez que fabrica balones. “Antes teníamos tres talleres familiares en el centro, hoy solo quedo yo. Mi hijos son grandes y no les interesan este oficio, creo que conmigo esto muere”, dice con tristeza.
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De repente entra un cliente y pide una pelota de Indor. Luis se sonríe y le promete para el día siguiente. Trabajará toda la tarde para confeccionar este pequeño rompecabezas que venderá a 12 dólares. “Cuando inicié costaba 3 sucres”, acota el hombre que sigue haciendo magia con pequeñas láminas de cuero aunque la moda está con el sintético por su bajo costo.
Gracias a Luis Chóez el balón de índor sigue saltando y latiendo como el corazón de Guayaquil. Este sábado alguna calle porteña se vestirá con arcos de piedras y los vecinos se podrán sus zapatos venus para correr y anotar goles como si fueran el último partido de su vida.