Lo peor que podría pasarle al filme “Propagandia” de Carlos Andrés Vera no es la censura de Supercines, sino que su crítica al culto a la propaganda como método de silenciamiento y despotismo se limite a la promoción/la propaganda de otro sujeto político. Es de sobra conocido que Carlos Andrés no sólo trabaja para Guillermo Lasso, sino que –según él, se interesa en relatar y propagar– lo admira y considera un entrañable amigo.
Que Carlos Andrés integre el reducido porcentaje de pobladores mundiales que realmente disfrutan y creen en su trabajo no es un problema. El problema es que un filme de dos horas dedique la cantidad de minutos que dedica a la sin duda criminal agresión contra Lasso en el Estadio Atahualpa antes de la segunda vuelta 2017, mientras despacha en sendas secuencias asesinatos políticos del correísmo acallados por su aparato de volver zombis a los ciudadanos.
José Tendetza fue asesinado por defender la soberanía shuar frente a las mineras chinas a las cuales Correa vendió la misma Patria a la que su publicidad infame decía defender; y la nunca investigada ejecución sicaria del general Gabela nos habla de la corrupción total no sólo del sistema de justicia en el Ecuador, sino de la de las mismísimas Fuerzas Armadas.
Dicho esto, y aunque quizás hubiese sido mejor que se llamase “El fraude contra Lasso y el Estado de Propaganda”, un título menos marketero, pero también más coherente con su contenido, “Propagandia” tiene al menos tres grandes méritos: 1) hilar una serie de hechos y criterios que, de otra manera, quedarían sin relacionarse, y que ahora tienen una nueva fuente donde criticarse; 2) dar efectivamente testimonio no sólo de un probable fraude electoral, sino de una ominosa forma de monopolizar y destruir las funciones del Estado en nombre del ideal del desarrollo; 3) lanzar una pregunta que no termina de contestar.
Seguir la huella de esa pregunta quizás le hubiera permitido al filme ser más eficaz, en la medida de tomar distancia de su procedencia política. En todo caso, ahí nos deja suelto un imperativo democrático que trasciende la película: ¿cómo permitimos, como sociedad, tanta arbitrariedad? En otras palabras, aludiendo a la obra de Ilich Castillo ganadora del Salón de Julio de Guayaquil 2005: ¿cómo se encienden los discursos populares?
En los diez años de Correa no sólo gobernó un autócrata delirante, sino también la ansiedad –frustrada o traicionada– de un cambio popular; una clase empresarial vieja y otra emergente, ambas transaron en mayor o menor medida, ¿qué más podían hacer?, con el sistema de coimas, también barrido bajo la alfombra de la publicidad; una clase media intelectual y tecnocrática que postró a las universidades a su servicio y auto promoción; y, entre otras muchas por aludir, la misma industria de la publicidad que, en estos días de mayo de 2018, acaba de conmocionar a la ciudadanía con una campaña de pañales en la que agredía a las madres solteras, con el cuento de suscitar “un debate” y “cambiar en tres días” al Ecuador...
Al menos fue lo que en su defensa arguyeron sus creativos: de tres días para acá, gracias a su provocación, nuestro país “ya era otro”. Curiosa similitud con la devoción al cambio “rápido y radical” proclamado por Correa y sus creativos. Lo cual coincide con lo que apuntado por el poeta Iván Carvajal en el documental: el correísmo no sólo no se ha desmontado, y no sólo en la macro política. Es un fenómeno que antecede al propio Correa y articula la estupidez, inmediatez, mediatización y corrupción imperantes en nuestra Nación. ¿Durante cuánto tiempo? Tanto como la publicidad y el patriarcado gobiernen.