Según Infantino, Zar de la FIFA, “el mejor Mundial de la historia” (Cruyff se vuelve a morir, ahora de risa) ha servido para lavar en el mundo “el rostro de Rusia”. Si quería referirse a Putin, legítimo líder popular en la mortal acepción de lo popular como zombis mediatizados por el clientelismo, la religión y el mercado, ha dado en el clavo. Este no fue el Mundial más feo de la historia, sólo uno de ellos. Entretenido y al alcance de los grandes públicos, se pareció a una serie de Netflix: mucho suspenso, desenlaces semi asombrosos, actores secundarios cabales, emociones a raudales y poca calidad artística.
Según esto, Bélgica y Croacia practicaron el mejor juego; pero Perú o Marruecos, eliminadas en primera ronda –con la injusticia propia inherente al fútbol–, podrían reclamar ese cetro. Francia, la justa y tediosa campeona, reactualizó el método Bilardo/Mourinho/ Simeone: renuncia a la posesión y a los volantes de talento a favor de un medio campo físico y espera paciente al error del adversario para contraatacar con eficacia.
En el Mundial del VAR, para los conservadores: un dispositivo que amenaza con desnaturalizar al fútbol arrastrándolo a los impuros terrenos de la NBA o la NFL, se dio un pasito más en el recorte de distancias entre las potencias y la clase media y baja del fútbol, en gran medida gracias a un nuevo giro de tuerca de su artemarcialización: como el judo, la escuela de esta Francia fue convertir la energía del rival en su kryptonita.
El fútbol y todo fenómeno y espectáculo de masas como dispositivo de control no se agota en ser un make-up del fascismo (además de la bendición planetaria a la hospitalidad y la eficacia putiniana para borrar del mapa a sus hooligans, el jolgorio machista imperante no se cansó de enfocar a la ultraconservadora presidenta croata). La crisis de las estrellas encarna la crisis del extravío de la representación del Estado Nación en el contexto de la globalización capitalista y de la expropiación del cuerpo del trabajador/jugador más allá de un calendario casi inhumano.
Transnacionalizadas las ligas, manejados los clubes por jeques del petróleo árabe, la mafia rusa o la especulación inmobiliaria española -el magnate Florentino Pérez y su Real Madrid, otrora representante de la españolidad, birlaron a España su entrenador dos días antes del inicio del Mundial, sin despeinarse-, los jugadores ya no son simples futbolistas, sino “verdaderas empresas”, por todo el dinero y la política que “se mueve” a su alrededor más allá de su trabajo en el campo de juego.
¿A quiénes representa Messi, a qué o a quiénes puede representar? En el caso de Ronaldo la respuesta parece más sencilla: a sí mismo. Pero eso sólo desde el maniqueísmo romántico que ha querido manejar la oposición Messi-Ronaldo como la contradicción binaria entre el pibe que sólo sabe/quiere jugar y el cíborg prefabricado por la competencia. Rusia confirmó que ambos, con distintos humores y programas, se han robotizado.
Devastados humanoides, como los replicantes de Blade Runner, ellos y Neymar arrastraron la melancolía de querer seguir siendo “hombres nacionales” pese a haber mutado ya hacia “consorcios transnacionales”. No en balde sus gestos y sus cuerpos parecen cada vez menos reales y cada vez más próximos a los de sus avatares de la Play Station.