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Santiago Roldós

Con mis hijos no te metas

viernes, 3 agosto 2018 - 11:54
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    Hombre, guayaquileño, católico y miembro  durante 13 años de un prestigioso colegio  salesiano, desde mi más tierna infancia  fui conducido a ser obsecuente con la pornografía  como industria y escuela de la sumisión de las  mujeres; la enunciación clasista de las empleadas  domésticas como peroles/utensilios de nuestro  desarrollo sexual; y la idea de la superioridad de  mi género en todos los ámbitos, desde el deporte  amateur hasta la alta política, pasando por los  campos del afecto y la cotidianidad más próxima,  donde sin miramientos de edad las mujeres servían  y los hombres éramos servidos.
     
    Mis tíos, los tíos de mis amigos, los padres y  madres de familia de las mayorías y la publicidad  dominante del Hombre de Buchanan’s y la mulata  del Jabón Macho le llamaban a eso ser hombre,  incluso ser un caballero, un concepto particularmente  complicado de debatir y desmontar en una  sociedad donde está tan naturalizado el rol de  dependencia de la mujer. ¿Han pensado alguna  vez qué significa de raíz el término caballero, más  allá del sentido conveniente de educado y cortés?
     
    Conquistador de señoríos y virginidades, el caballero  es el complemento binario de la dama, sobre  todo de la dama en peligro, la dama boba (Lope  de Vega), la dama como actriz secundaria de la  vida (lo “normal” es que en las películas tengan el  segundo crédito); la dama madre y la dama puta  (que desde la perspectiva del caballero son una y  la misma, sintetizada en la famosa puta madre), la  dama en pelotas del prime time televisivo, etc.
     
    Tengo un hijo de 10 años, y créanme que entiendo  a la mapaternidad como el eje que estructura  la vida. Y por ello el cuidado con y para nuestros  hijos e hijas no puede pasar por tolerar y sostener  el mismo sistema de relaciones que ha vejado,  ultrajado, negado a la mayoría de nosotras y de  otras generaciones precedentes, con la impunidad  propia de la naturalización de una violencia de  género que, por lo visto, es la única perspectiva de  género válida para la hipócrita dirigencia religiosa  y su militancia conservadora.
     
    Ante las alteridades de la vida, ¿vamos a resignarnos  a la violencia tradicional del estigma  y el pecado? ¿O vamos de una vez a asumir la  diferencia como elemento constitutivo de nuestra  especie? No resulta fácil emanciparse de siglos de  culpa; y en esta época de porra, donde tanto malvado  petimetre ejerció de socialista libertario, se  han aventurado textos e iniciativas que terminan  dándole carroña a la reacción. Pero eso no significa  que debamos doblegarnos ante el miedo y la ignorancia.  Precisamente por el bien de nuestras hijas  e hijos, abramos nuestro entendimiento y acompañémoslas,  a ellas y a ellos, a descubrir cómo son y  cómo quieren ser.

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