Hombre, guayaquileño, católico y miembro durante 13 años de un prestigioso colegio salesiano, desde mi más tierna infancia fui conducido a ser obsecuente con la pornografía como industria y escuela de la sumisión de las mujeres; la enunciación clasista de las empleadas domésticas como peroles/utensilios de nuestro desarrollo sexual; y la idea de la superioridad de mi género en todos los ámbitos, desde el deporte amateur hasta la alta política, pasando por los campos del afecto y la cotidianidad más próxima, donde sin miramientos de edad las mujeres servían y los hombres éramos servidos.
Mis tíos, los tíos de mis amigos, los padres y madres de familia de las mayorías y la publicidad dominante del Hombre de Buchanan’s y la mulata del Jabón Macho le llamaban a eso ser hombre, incluso ser un caballero, un concepto particularmente complicado de debatir y desmontar en una sociedad donde está tan naturalizado el rol de dependencia de la mujer. ¿Han pensado alguna vez qué significa de raíz el término caballero, más allá del sentido conveniente de educado y cortés?
Conquistador de señoríos y virginidades, el caballero es el complemento binario de la dama, sobre todo de la dama en peligro, la dama boba (Lope de Vega), la dama como actriz secundaria de la vida (lo “normal” es que en las películas tengan el segundo crédito); la dama madre y la dama puta (que desde la perspectiva del caballero son una y la misma, sintetizada en la famosa puta madre), la dama en pelotas del prime time televisivo, etc.
Tengo un hijo de 10 años, y créanme que entiendo a la mapaternidad como el eje que estructura la vida. Y por ello el cuidado con y para nuestros hijos e hijas no puede pasar por tolerar y sostener el mismo sistema de relaciones que ha vejado, ultrajado, negado a la mayoría de nosotras y de otras generaciones precedentes, con la impunidad propia de la naturalización de una violencia de género que, por lo visto, es la única perspectiva de género válida para la hipócrita dirigencia religiosa y su militancia conservadora.
Ante las alteridades de la vida, ¿vamos a resignarnos a la violencia tradicional del estigma y el pecado? ¿O vamos de una vez a asumir la diferencia como elemento constitutivo de nuestra especie? No resulta fácil emanciparse de siglos de culpa; y en esta época de porra, donde tanto malvado petimetre ejerció de socialista libertario, se han aventurado textos e iniciativas que terminan dándole carroña a la reacción. Pero eso no significa que debamos doblegarnos ante el miedo y la ignorancia. Precisamente por el bien de nuestras hijas e hijos, abramos nuestro entendimiento y acompañémoslas, a ellas y a ellos, a descubrir cómo son y cómo quieren ser.