Karla Morales

Sueños rotos

viernes, 22 octubre 2021 - 12:31
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    Cuando un niño o niña muere víctima de violencia, todos morimos con ellos. Son las víctimas colaterales del recrudecimiento del crimen en la que es, sin duda, la ciudad más violenta del país.

    Desde el 2010, de acuerdo a investigaciones de Diario Primicias, 466 infantes, bebés y niños de hasta 14 años, han sido asesinados en la ciudad del río, además de 1.148 adolescentes de entre 15 y 19 años, según las estadísticas del Ministerio de Gobierno. Solo en el último año, 39 niños de menos de 14 años han perdido la vida de manera violenta. Los agresores han usado principalmente armas de fuego, cuchillos y objetos contundentes para matarlos.

    A estas cifras se suma un niño más. Uno que salió a tomar helado con su familia y no no regresó a casa con ellos. ¿Ese es el Guayaquil que queremos? y sobre todo ¿ese es el Guayaquil que somos? Me rehúso a creer que debemos acostumbrarnos a esta vida de incertidumbre y zozobra, donde se normalice la muletilla de agradecer por salir vivos de un asalto o donde, y casi sin darnos cuenta, vamos perdiendo la ciudad una zona roja a la vez. A este paso, no van a quedarnos calles transitables sino sólo zonas de guerra.

    El problema fundamental es la ausencia de medidas de protección eficientes frente a las agresiones, el hecho de que los círculos que deberían proporcionar esa protección son justamente los que provocan la violencia (la familia, la comunidad, la escuela o el Estado) y por último, que estamos huérfanos de una verdadera justicia.

    Los ciudadanos tenemos mapas de seguridad empíricos. En grupos, chats y mensajes nos avisamos de los últimos crímenes y recomendamos qué zonas no frecuentar o cómo actuar según lo vivido. Si bien la vida en comunidad es una fortuna, casi parece que -desde hace varios gobiernos- estamos por nuestra cuenta a la hora de protegernos, y que las autoridades no practican el vivir como sociedad. Comiencen a trabajar en equipo, dejen del lado sus posiciones políticas, y entiendan, de una vez por todas, que la seguridad y el hambre están por encima de las agendas. Hoy estamos cosechando lo que años de descuido han generado, esto agravado por la crisis derivada de la pandemia y la que se vive en cárceles por el control criminal. No somos ingobernables, somos un país diverso que como tal exige medidas urgentes, responsables, oportunas y apegadas al estado de derecho.

    Todos, pero especialmente los niños, niñas y adolescentes, tienen derecho a una vida sin violencia, explotación o abuso de cualquier tipo. Tienen derecho a ser niños, a vivir con la tranquilidad de que vuelven sin miedo a casa y no angustiados de sentir que una bala perdida termina con sus sueños.

    Pero, ¿cómo soñamos o construimos un país mejor si no podemos ni dormir tranquilos? Estamos hechos de sueños rotos.

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