Por Darío Fernando Patiño
¿Por qué abordamos con tanta soberbia el tema de la pandemia? ¿Por qué decimos: cuando esto pase, haremos X o Y cosa (incluso ir de fiesta)?.
¿Qué significa “cuando esto pase”? ¿Que se mueran otros y yo no? ¿Que miles de personas pierdan su empleo o se quiebren menos yo? La asumimos así porque siempre hemos estado dentro de una pirámide y sabemos que alguien hará algo por nosotros, aunque en lo cotidiano digamos: no le debo nada a nadie, no necesito de nadie.
Un juego de mesa, seguramente muy usado en estos días de aislamiento, es el “Jenga”: una torre que se arma con pequeñas piezas de madera que luego se retiran, una por una, evitando que la torre se desplome. Ese juego es una demostración clara de lo que es una sociedad que nos negamos a ver y que ahora se está mostrando con claridad. Creemos que nuestra torre se sostendrá en esta crisis porque alguien de la base la está sosteniendo, como siempre ha ocurrido.
Porque tenemos electricidad y con la electricidad funciona todo, incluyendo el Internet, sin el que antes vivíamos y sin el que ahora no podríamos vivir. Por el Internet, las redes y las plataformas, que de todas maneras administran seres humanos, no habría ni telestudio, ni teletrabajo, ni farras virtuales. Porque tenemos alimentos y agua que producen y transportan seres humanos que no hacen teletrabajo, sino que salen al campo, a las carreteras, a los mercados y a las casas de los que sí pueden estar confinados.
Porque hay personas a las que nunca les vemos sus rostros que recogen las toneladas de basura, -quizás contaminada de Covid y de muchas cosas más-, que dejamos en las puertas de las casas.
Porque hay médicos, enfermeras y auxiliares, mal pagados, mal protegidos y mal dormidos, intentando salvar vidas y salvarse ellos, y rogando para que al llegar a su casa no les impidan el ingreso por representar un riesgo para la comunidad.
Porque hay miles de científicos, que pese al ostentoso nombre de su profesión no suelen ser muy bien remunerados (al menos en Colombia), trabajando día y noche para encontrar una vacuna y un antiviral que estarán disponibles, tarde o temprano, para que “todo pase” y se mueran y se arruinen otros, y todo “vuelva a ser igual”.
Porque así como hay esperanza en la ciencia, muchos tienen fe en un ser superior (respeto a unos y a otros), aunque el máximo jefe del catolicismo haya tenido que celebrar la Semana Santa con el fiel más cercano a kilómetros de distancia.
¿Y si falta una de estas piezas o si se saca bruscamente como en el “Jenga”? ¿Si por un día no hay quién encienda la electricidad siquiera de un país? ¿Si se cae el Internet en el mundo durante algunas horas? ¿Si los recolectores de basura enfermos dejan de pasar por las calles a llevarse los desperdicios? ¿Si se nos mueren los médicos y las enfermeras?.
¿Si los hombres y mujeres de la ciencia se tardan demasiado en hallar la fórmula mágica?
¿Si el Papa -que por su edad es población de alto riesgo- deja esta tierra, quién podrá reemplazarlo y quién orará por los católicos desde el solitario Vaticano? (Casi todos los que lo eligen son cardenales septuagenarios que están aislados, que no podrían viajar en aviones, ni reunirse en un peligroso cónclave, en uno de los países con mayor número de muertes. Hablo de Italia.)
Alguien dirá: no exagere que nada de eso va a pasar. Pues miren, crecimos creyendo por el cine que lo que pondría a la humanidad contra la pared serían godzillas, simios o marcianos. Y ahora lo que nos tiene así es un bicho microscópico. Es el tiempo del todo puede pasar, sin caer en el pesimismo extremo ni en el negacionismo total.
Son muchas las preguntas y desde luego para ninguna tengo respuesta, más allá de lo que pueda construir con mi imaginación.
Lo que puedo decir es que ahora más que nunca, pase lo que pase, y así “todo pase” y usted siga aquí, será gracias a que otros, muchos otros que ni conoce, que no sabe que existen o, peor aún, que ni siquiera saluda o que desprecia, lo hicieron posible.