Es difícil hablar de democracia sin comprender el papel que juegan las redes sociales como el vehículo más rápido por el que transitan las ideas. La tecnología supone un mundo virtual mucho más igualitario que el de carne y hueso, donde la opinión de una persona influyente tiene el mismo alcance que el de alguien común y corriente.
Así Umberto Eco haya dicho, con la arrogancia propia de un intelectual, que “las redes sociales dan el derecho a hablar a legiones de idiotas”, el debate público vive hoy un permanente conflicto. Sus tensiones, en definitiva, socavan la estructura de lo que hasta hace un par de décadas conocíamos como el orden.
La inmediatez y el volumen infinito de la información no son las únicas características de las plataformas digitales. Quienes estudian su comportamiento y alcance advierten que ‘lo moral’ es un concepto que en las redes está en permanente deconstrucción y que, sobre la base de esta pretendida horizontalidad, el paradigma de las relaciones sociales dejó de ser el de la caridad (ricos sobre pobres) para entrar en el de la dignidad (no importan nuestros esfuerzos, roles en la comunidad o peligrosas contradicciones, pues todo lo que se pinte de exclusión merece reivindicarse).
El sistema democrático ecuatoriano ha querido fortalecer, desde 2018, el valor institucional de la libertad de expresión, deshaciendo el entramado jurídico de la mordaza correísta. Sin embargo, las llamadas Tecnologías de la Comunicación e Información nos han demostrado su capacidad de ampliar el espectro de la denuncia y la opinión. Ahora, las audiencias y públicos, en todos los aspectos, están conectados y movilizados para exigir derechos y plantear nuevas formas de entender la vida. Eso es positivo.
Pero esa mutación, donde el ciudadano se ha convertido en un ciberactivista, ha creado comunidades intolerantes y proclives a la censura. Las redes sociales están contaminadas por el fenómeno de la posverdad, donde las opiniones, las emociones y el perfil controversial de quienes las emiten tienen más peso que el valor informativo de lo que se dice.
En la nueva guerra por el relato, las plataformas digitales están perdiendo su esencia de horizontalidad para volver a la sociedad, otra vez, rígida y vertical donde la escala de la nueva pirámide está definida por cómo pensamos, cómo lo decimos así como por la interpretación política que los activistas dan a nuestros valores. Ahora, hasta la gramática tiene que ser destruida.
El periodismo, una de las actividades más sensibles de la convivencia en democracia, se enfrenta a nuevos tribunales de opinión. A los censores de las redes muy poco les importa la trascendencia y experiencia acumulada de los medios que por décadas han servido al país con errores y aciertos. Prácticamente invalidan el hecho de que la política editorial de un diario, una radio o un canal de televisión, es el mejor mecanismo de autorregulación, más allá de cualquier ley o superintendencia.
No es la primera vez que el periodismo se enfrenta a los cambios de una sociedad. Y a los nuevos dueños de la verdad se les demostrará que el activista nunca reemplazará al periodista.