En estos días se ha conmemorado 25 años de la valerosa gesta del Cenepa, patrióticamente cumplida por nuestras Fuerzas Armadas. Héroes de extracción popular injustamente olvidados, cuyo mérito fundamental fue el sacrificio de hasta su propia vida por amor a la patria.
Sin embargo, también se han olvidado los antecedentes y las consecuencias políticas para el estado de derecho. Como antecedente está la dedicación casi exclusiva de los estamentos militares, durante 16 años, a sus funciones específicas, después de siete años de la dictadura castrense más prolongada de nuestra historia. Y como consecuencia una década de inestabilidad de gobiernos democráticos, con la solicitud de renuncia a un vicepresidente de la república y el derrocamiento de tres presidentes elegidos por el pueblo.
No es el momento de juzgar la motivación, la licitud, y el momento, de esos golpes de Estado pero sí el hecho histórico evidente de la década de inestabilidad, en el último período democrático de 40 años, antes de la dictadura civil más larga de la historia.
Este es un hecho histórico que invita a la reflexión y no a la conmemoración, ni de los golpes ni de la dictadura. Porque es un período sombrío, bendecido por la élite militar, que se sigue alumbrando con el mechero del gatopardismo que todo cambia pero nada cambia. Este peso es enorme para las convicciones cívicas de la ciudadanía que atónita observa el consenso de la clase política de gobierno y oposición. En torno al fetiche del voto en plancha, practicado por la partidocracia y adoptado por el correísmo que lo denostaba, y la reverencia unánime al déficit fiscal y el endeudamiento que solo podrá pagarse con más impuestos.
Lamentablemente la nueva generación recién se puso pantalones largos con una dictadura falaz que enarboló la adoración al becerro de oro como ideología suprema. Estamos a fojas cero divididos entre una clase política que se tragó el mayor auge económico y otra con un hambre atrasada de 10 años. La república de papel está marchando sobre el mismo terreno con el aguamanil de acordar desacuerdos para no quemarse y seguir incautando tragabolas.
Pero las bolas son tan grandes que ya no se tragan, las grandes como de básquet o de fútbol le gustan al pueblo y las pequeñas, como de ping pong y de golf, enloquecen a los pelucones. El resultado es que se crea un sistema de autodefensa que termina en una arquitectura del robo colectivo. Al que deja crecer la clase política para que nadie se sienta capaz de lanzar la primera piedra, adonde parece haberse convertido en una meta, por lo que se ve, el enriquecimiento ilícito.
El Ecuador, después de 10 años de una dictadura que trastocó valores cívicos y morales cambiándoles de nombre, necesita un sacudón que guarde proporción con el inmenso daño que se causó. Pero vive secuestrado de un sistema, entre comillas democrático, que valora los derechos humanos de los delincuentes como si fueran niños inocentes.
Todo cambia pero nada cambia.