Para avanzar en el debate sobre subsidios hay que distinguir entre varios objetivos de política pública que entran en tensión. Solo así es posible una solución razonable. El primero es fiscal: una reducción de subsidios mejora la viabilidad de las finanzas públicas y reduce las necesidades de endeudamiento del gobierno, lo cual ayudaría a bajar la prima de riesgo del país, incentivando la inversión privada. El segundo objetivo es ambiental: el subsidio a los combustibles fósiles es un subsidio a las emisiones de carbono, las que empeoran el problema de cambio climático. Además, el subsidio a combustibles que contienen plomo exacerba la contaminación del aire con graves consecuencias para la salud.
El tercer objetivo es distributivo y está lleno de complejidades. Por una parte, hay argumentos que cuestionan la equidad social de los subsidios a los combustibles. Lo que el Estado gasta ahora en subsidiar los combustibles podría más bien destinarse a mejoras en los servicios de educación y salud pública. Además, de cada dólar que sale para financiar el subsidio, más de 70 centavos van a grupos poblacionales de ingresos medios y altos. Por otra parte, es cierto que una reducción de subsidios castiga más duramente el bolsillo de los pobres, pues ellos gastan una proporción más alta de sus ingresos en bienes y servicios (incluyendo transporte público) afectados por los precios de la gasolina extra, diésel y gas de cocina.
El cuarto objetivo es el eslabón perdido en la actual discusión, a saber, el mejorar la eficiencia en la producción, exportación, y refinación del petróleo. El subsidio coarta el espacio para gastos de mantenimiento en la refinería estatal, la cual, al no enfrentar competencia y con un mercado doméstico cautivo, baja sus costos produciendo gasolina de mala calidad (bajo octanaje). Además, dado que los precios internos del petróleo y sus derivados no reflejan los precios internacionales, Petroecuador se ve forzado a vender el crudo a la refinería estatal a un precio mucho más bajo del que podría obtener si lo exportase. Y como la producción de la refinería estatal se queda corta frente a la demanda de combustibles en el país, el Estado se ve forzado a importar nafta, gas y diésel a precios internacionales para venderlos en el país a precios subsidiados. La brecha entre precios domésticos e internacionales atiza el contrabando.
Los dos primeros objetivos (el fiscal y el ambiental) están alineados: para alcanzarlos hay que reducir el subsidio a los combustibles fósiles. Pero ello entra en tensión con el tercer objetivo (evitar un golpe duro a las familias más pobres y redirigir los escasos recursos fiscales hacia gastos de mayor impacto positivo sobre la equidad social). La manera racional de manejar esta tensión pasa necesariamente en que hay que focalizar el subsidio.
Pero la focalización por sí sola no nos acerca al cuarto objetivo (mejorar la eficiencia en la producción, exportación y refinación del petróleo). Para alcanzarlo es necesario separar el subsidio del precio. Al momento, el subsidio se canaliza a través de los precios de los combustibles, distorsionándolos. Lo ideal sería transferir el subsidio de manera focalizada a los pobres, por un lado, y dejar que los precios domésticos se alineen a los precios internacionales, por otro. Ello requeriría abrir a la competencia el mercado doméstico de combustibles. En ese contexto, se producirían cinco cambios fundamentales: Petroecuador vendería el crudo a la refinería estatal al precio de exportación; la refinería estatal vendería los combustibles a las gasolineras al precio de importación; las gasolineras decidirían libremente si compran los combustibles a la refinería estatal o en el mercado internacional; los precios en la bomba estarían alineados a los precios internacionales; y el Estado otorgaría el subsidio en dinero contante y sonante directamente (de manera focalizada) a los pobres.
Para avanzar en la conversación sobre subsidios es preciso distinguir entre los cuatro objetivos mencionados y entender sus complejidades. De lo contrario, la tendencia es adoptar soluciones parche, como la de elevar el precio de la gasolina Súper sin tocar los precios de otros combustibles. Esa decisión es bastante mala frente a los cuatro objetivos: no genera recursos fiscales significativos, empuja la demanda hacia los combustibles más contaminantes, no ayuda a mejorar la equidad social y fomenta el contrabando. Focalizar el subsidio en los más pobres es parte de la solución. Debe ir acompañado de la apertura del mercado de combustibles a la competencia. Ello separaría el subsidio del precio, con enormes ganancias de eficiencia para la economía, lo cual nos ahorraría el gasto fiscal que implica el contrabando y evitaría el desperdicio de recursos públicos en refinerías ineficientes.
Abrir el mercado de combustibles a la competencia revelaría con claridad si la planeada Refinería del Pacífico (potencial elefante blanco que implica una inversión de por lo menos ocho puntos del PIB) tiene sentido. El no abrir ese mercado a tiempo, sin embargo, no exime al gobierno de la urgente obligación de convencerle al país que ese colosal gasto se justifica no solo políticamente, sino también social y económicamente. Ello requiere demostrar que la Refinería del Pacífico sería financieramente viable incluso si tiene que comprar el crudo a precios de exportación y vender productos refinados a precios de importación.