Por: Mónica Varea
Siempre parado detrás del portón, tal vez oliendo nuestro miedo. Siempre pata al suelo, con ese grueso poncho azul que lo hacía ver más pequeño de lo que era, y su infaltable sombrero negro de fieltro. Ahí estaba, con su cara ancha y desdentada esperando vernos pasar para levantar sus brazos cortos y regordetes, para gritar con el mismo alarido del cerdo cuando va a ser sacrificado, y para regocijarse con una estruendosa carcajada al constatar que temblábamos de pavor.
No había otro camino para volver a casa. Salíamos del colegio y al cruzar el parque Vicente León y llegar a la esquina de la catedral, ya sabíamos que faltaba tan solo una cuadra para llegar a ese viejo portón, el de la casa de la Chepita Donoso, donde el Tonto Pedro nos esperaba cada mañana y cada tarde para asustarnos con sus alaridos aterradores.
Me encantaba acompañar a papá a atender enfermos, verlo sacar de su maletín aquellos instrumentos de nombres impronunciables: es- te-tos-co-pio, ten-sió-me-tro, ba-ja-len-guas, ter-mó-me-tro, o hervir la jeringuilla de vidrio en el pequeño reverbero portátil, me parecía fascinante. Él me lo permitía y yo era su acompañante oficial, incluso le pasaba las torundas de algodón empapadas en alcohol. Aquel sábado que acompañé a papá me quedé helada al ver que la atención médica sería, nada más y nada menos, que en la casa de la Chepita Donoso, pero no me atreví a confesarle mi miedo.
Llegamos y ahí estaba él, agazapado detrás del portón, pata al suelo, con ese grueso poncho azul que lo hacía ver más pequeño de lo que era, y su infaltable sombrero negro de fieltro. Al vernos sonrió y se lanzó a abrazar a papá, a mí me gruñó, pero no gritó. Ese día papá me pidió que me quedara en el patio, y ahí estuve, sentada en el filo de una pileta de piedra, a corta distancia del Tonto Pedro, aterrada, pero quieta, tal vez paralizada. No me quitaba los ojos de encima.
Mudo fiero, andá de aquí, no le asustes a la guagua, dijo la voz de la mujer que me tendió su mano, me llevó a la cocina de paredes tiznadas y me dio un delicioso vaso de chaguarmishqui. Ella me contó que el Tonto Pedro era mudo, que su madre lo había abandonado, que era recogido. Desde guagüito es huiñachishca de la niña Chepita, dijo mientras me limpiaba la boca con su delantal.
El verano ha llegado a Quito gris, ventoso y frío. Tal vez por eso siento a mi natal Latacunga más a flor de piel que nunca. Los personajes de mi infancia me visitan ahora con más frecuencia. No piden permiso, llegan confiados y confianzudos. No me dan tiempo de invitarlos a pasar, simplemente se instalan y a mí no me queda más que acogerlos, que darles la bienvenida y hacerles un puesto a mi lado, mal que bien son compañía ¿no? Y en estas tardes largas de pandemia y silencio, silencio y pandemia no cabe rechazar su visita. Hay cosas que uno nunca debe rechazar: un chocolate, un abrazo, un rico té, un buen libro y un vino añejo que nos permita alzar la copa y brindar ¡Salud por esos fantasmas que a veces nos visitan!