Detallamos aquí algunas de las revelaciones sobre el ecuatoriano Walther Patricio Arizala Vernaza, Guacho, responsable directo de diez crímenes en el norte del Ecuador. Se vinculó en la guerrilla colombiana, y luego fundó el frente disidente Sinisterra, orientado al narcotráfico. Este es un adelanto del contenido del libro Rehenes, que se lanza hoy a las 19h00 en la Universidad San Francisco.
Estaba ‘rezao’; practicaba brujería. Lo protegían sus anillos de seguridad. El tercer viernes de diciembre de 2018, habría sido alcanzado por las balas, durante una operación de las fuerzas colombianas en Llorente.
Walther Patricio Arizala Vernaza, Guacho era amado y odiado. Su organización armada se beneficia del circuito de narcotráfico vinculado a la producción de cocaína, su procesamiento, almacenamiento y envío. Para ello, utiliza las rutas marítimas que parten, hacia el Océano Pacífico, justamente desde el perfil costanero de Esmeraldas.
Su base de apoyo no llegó solamente hacia el sur de Colombia, en el departamento de Nariño, sino también al norte de Ecuador: zonas fronterizas de las provincias de Esmeraldas y Carchi, abandonadas por el Estado porque su densidad poblacional no representa abundantes votos en época de elecciones.
Al frente armado lo llamó Oliver Sinisterra, en honor a un comandante de la columna Aldana caído en combate. A la cabeza de esta estructura, su voz se volvió ley. Ejecutó sin piedad a todo aquél sobre quien pesaran sospechas de traición. Los balazos no eran el método usual, sino el piqueteo, corte del cuerpo en piezas para prolongar la agonía; o la corbata, que consiste en cortes en la garganta para extraer la lengua, castigo ejemplarizador para los ‘sapos’ o delatores. Decidía quién tenía la razón y qué lado debía tomar la balanza de la ley. Pero, en cambio, cuando alguien necesitaba dinero, lo extendía a manos llenas. Por eso se ganó el favor de muchos de los habitantes.
El frente Sinisterra reclutó a menores de edad, inclusive en territorio ecuatoriano, por la fuerza.
No se metan
“No se metan con la gente de nosotros porque les va a llover bala y bomba”. Eso le advirtió Guacho al mayor de la policía que recibió la llamada telefónica en su celular, el 20 de febrero de 2018, en el cuartel policial de San Lorenzo.
El oficial intentaba saber si el hombre que estaba al otro lado de la línea telefónica era el mismo que había ordenado la explosión de un coche-bomba en la parte posterior del cuartel policial, el sábado 27 de enero de 2018. Ese estallido provocó la destrucción 300 metros a la redonda y causó 26 heridos, pero no dejó fallecidos. De haberse activado los sistemas de Inteligencia en forma oportuna, se hubiera conocido que la bomba debió detonar días antes. Los uniformados de una dependencia policial interceptaban las llamadas telefónicas de un grupo de sospechosos desde hacía semanas. Los policías de otra dependencia tenían levantada parte de la información. Otro estamento también levantó un perfil de amenaza. Del frente Oliver Sinisterra las autoridades sabían todo y nada.
Dos semanas antes del estallido habían sido detenidos tres colaboradores de Guacho (Cuco, Cuajiboy y Tobón) en una casa de la parroquia rural de Mataje en el cantón San Lorenzo, con la acusación de tener municiones y explosivos. A los tres los llevaron hasta la cárcel de Esmeraldas y, luego, al centro de máxima seguridad en Latacunga, en el centro andino.
Cuando se produjo la explosión, el entonces ministro del Interior de la época, César Navas, le informó por escrito al presidente Moreno: “Se establece que este atentado presumiblemente guarda relación con la actividad de Grupos Armados Organizados Residuales (GAOR) de Colombia, mismos que buscan evitar la intervención policial y militar en el sector fronterizo de San Lorenzo, donde opera este grupo delictivo; así como buscar la liberación de tres integrantes de esta organización, recientemente detenidos por la Policía”.
Aunque Guacho quiso enviar un mensaje de terror, la respuesta fue distinta: el gobierno pidió apoyo del FBI de los Estados Unidos. Pero más aún, a mediados de febrero, los presidentes Lenín Moreno y Juan Manuel Santos suscribieron la declaración de Pereira, que contempla mecanismos de coordinación, de intercambio de información, y viabiliza operaciones conjuntas para preservar la seguridad en ambos Estados.
La firma del acuerdo rompía la lógica imperante durante la última década, en el gobierno de Rafael Correa, caracterizada más bien por una relación tensa entre Ecuador y Colombia. En ese ambiente, el narcotráfico creció silenciosamente.
Guacho entendió que el escenario había cambiado. Iban a cercarlo a ambos lados de la frontera. Después de la firma de la paz, el Estado colombiano inició una arremetida para recuperar territorios arrebatados por el narcotráfico e inició la operación Atlas, a cargo de la fuerza de tarea Hércules. Si Ecuador se sumaba a esa batalla, Guacho sabía que su red de narcotráfico peligraba.
Entre febrero y marzo, el mayor de Policía y el líder de la disidencia mantuvieron constante comunicación telefónica, vía mensajes de chat y llamadas, monitoreada por sus superiores. En teoría, todo era parte de una operación de Inteligencia para entender el funcionamiento de la organización narcodelictiva. Por eso le daba largas al pedido de enviar delegados a la zona de conflicto, para establecer negociaciones directas.
En ese tira y afloja, los hechos de violencia continuaron, mayormente, contra uniformados que patrullaban la zona.
El 16 de marzo fue allanada la casa de la mamá de Guacho en Mataje. Él respondió con amenazas que con los días cumplió: “Esta noche te puedo estar volteando un carro cargado de militares… Por qué no mandan un delegado, digan, porque es ‘mamadera de gallo’”.
En un ataque sorpresivo con explosivos caseros, cuatro infantes de Marina murieron.
Los eventos de violencia fueron cubiertos por los medios de comunicación. No fue una excepción diario El Comercio, que enviaba desde Quito equipos de cobertura, sistemáticamente, desde el estallido en San Lorenzo.
Javier Ortega, periodista de 31 años; Paúl Rivas, fotógrafo de 45; y Efraín Segarra, conductor, de 60, llegaron para una asignación periodística el último domingo de marzo a San Lorenzo.
Solo querían hacer tomas y entrevistas en ese poblado. En Mataje, un disidente los obligó a bajarse de la camioneta. Otro les engañó y para tranquilizarles les dijo que iban a acompañarles a hacer entrevistas. Llamó a Guacho, y él vio en ese equipo la pieza de canje para liberar a sus tres detenidos. Ese, fue el inicio de su último viaje periodístico. Y de su agonía.