En agosto de 1945, los Estados Unidos lanzaron el ataque atómico sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki.
Esas han sido las únicas veces que se ha usado la bomba en población civil. Miles de personas murieron en el momento, e incluso años después, por las secuelas de la radiación, muchas más enfermaron.
Sadako Sasaki, una de ellas, se convirtió en un símbolo nacional.
La niña tenía 2 años cuando cayó la bomba. Sobrevivió al ataque gracias a que su casa estaba a una distancia importante del centro de la explosión.
No obstante, no logró huir de uno de los efectos colaterales más terribles del ataque: la lluvia negra. Ese fue el calificativo que se le dio a una lluvia espesa y negra, como de aceite, que se vino sobre la ciudad después de la detonación, y que estaba cargada de radiación.
Por unos años, Sadako vivió una vida que, dadas las circunstancias, podríamos calificar de normal: fue a la escuela, participó en deportes, por ejemplo.
Cuando tenía once años desarrolló hinchazones en el cuello y en las piernas, en donde también le empezaron a aparecer manchas púrpuras y rojas. En 1955 la hospitalizaron: el diagnóstico no era esperanzador: le quedaba no más de un año de vida.
Con seguridad, Sadako era una víctima tardía de la bomba, que no solo mata en el momento, también a largo plazo, y la niña se convirtió en un número más dentro de la larga lista de enfermos de cáncer.
En su habitación de hospital conoció a otra chica, dos años mayor que Sadako, y quien le habló de Senbazuru, la leyenda de Las mil grullas de papel.
De acuerdo con la milenaria tradición japonesa, quien haga mil grullas de papel, recibirá como deseo una vida larga o la cura de una enfermedad.
Y cumplida la instrucción de cómo doblar el papel para hacer el ave, dada con meticulosidad por su compañera, Sadako se lanzó a la tarea. Servilletas, hojas de cuaderno, envoltorios de medicamentos: de todo se valió para lograrlo.
Pero no pudo: la enfermedad se la llevó y murió el 25 de octubre de 1955.
No hay certeza sobre si logró o no hacer las mil grullas; unos dicen que sí, otros que no. En todo caso, las compañeras de clase de Sadako completaron las que hicieron falta y las pusieron en su tumba.
La muerte, que en ciertos casos lleva a la trascendencia, convirtió a Sadako Sasaki en un símbolo de las mismas proporciones que Ana Frank, y quien ha sobrepasado las fronteras del país del sol naciente.
Desde 1958 existe en el Parque de la Paz de Hiroshima una estatua dedicada a ella en la que se lee un mensaje que, a pesar de su contundencia, parece no haber sido bien oído aún: “Este es nuestro grito, esta es nuestra plegaria: paz en el mundo”.