Ha pasado un cuarto de siglo. El lunes 8 de marzo de 1999 los bancos no abrieron. Días después se anunció el congelamiento del 50 por ciento de los depósitos en sucres y el 100 por ciento de los ahorros en dólares. Así, la crisis originada en la banca perforó el bolsillo de todos los ecuatorianos.
Faltaban aún 300 días para el fin del siglo XX que -para más de uno- era sinónimo también de fin del mundo. Amanecía el 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer. Era 1999 y gobernaba Jamil Mahuad. Para entonces, un puñado de bancos ya agonizaba, incluido el más grande, Filanbanco. Ese lunes a las siete de la mañana el superintendente de Bancos apareció en cadena de televisión anunciando que los bancos privados no abrirían: “El feriado bancario es para prevenir retiros de depósitos, preservar el nivel de la reserva monetaria internacional, limitar la inestabilidad del mercado cambiario y frenar una aceleración mayor en el incremento de precios”, dijo.
En la noche el mismo funcionario volvió a las pantallas para anunciar que el feriado se prolongaba por cuatro días más. Días después se anunció el congelamiento por un año del 50 por ciento de los depósitos en sucres y el 100 por ciento de los ahorros en dólares.
En el Congreso la medida se calificó de inhumana; el expresidente Osvaldo Hurtado, mentor de Mahuad, dijo que se estaba viviendo “una tragedia griega”. Laura Collantes, quiteña, recuerda: “Mi esposo se jubiló en 1996 y todo lo que le pagaron por sus 20 años de trabajo se quedó en el Banco del Progreso. Cuando se decretó el congelamiento, estábamos construyendo una casa. Suspendimos las obras... Era desesperante no poder contar ni con un centavo de los ahorros realizados con mucho sacrificio y no saber si finalmente nos los devolverían”.
El feriado fue el clímax de una crisis bancaria que se había gestado en silencio durante cinco años y que terminó pulverizando la moneda nacional en enero de 2000. En ese tiempo, el país perdió la tercera parte de su Producto Interno Bruto, la pobreza urbana se duplicó llegando al 65 por ciento, mientras 903 mil personas abandonaron el país que los había traicionado.
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Al igual que en toda tragedia, la causa es la suma de circunstancias que se alinean de manera malévola. En 1994 soplaban vientos de modernización del Estado y el gobierno Durán Ballén-Dahik promulgó una nueva Ley de Instituciones Financieras que liberalizaba esa actividad. Basados en la Ley, “los bancos formularon e implementaron políticas incompatibles con la buena prudencia y sensatez financiera”, comentó años después César Robalino, exministro de Finanzas.
A eso se sumó en 1995 una guerra con el Perú que hizo tambalear al presupuesto nacional y que indujo la creación de un impuesto extraordinario al bolsillo ciudadano. Todo iba de mal en peor: en octubre de 1995 en el Congreso empezó una crisis política que se agravó en 1997 con un golpe de Estado y con un gobierno interino salido de mágicas negociaciones legislativas. Buscando una medicina para salvar al paciente, una Asamblea Constituyente nos dio una nueva Carta Magna. Pero mientras los constituyentes debatían, el fenómeno de El Niño destruía bananeras, camaroneras, carreteras, puentes, viviendas y más. La caída del precio del petróleo completó la tormenta perfecta.
Al final de 1998 el Partido Social Cristiano colaboró con un tributo que sustituyó al Impuesto a la Renta y que solo redujo significativamente las recaudaciones. El mismo partido lideró la creación de la Agencia de Garantía de Depósitos con una ley que permitió a los banqueros entregar sus bancos quebrados para que el Estado asuma las pérdidas. Allí aparecieron los préstamos vinculados (los bancos a sus propios dueños), deudores fantasmas, captaciones ilegales que se escondían en paraísos fiscales y un etcétera de malas prácticas bancarias. Filanbanco, Progreso, Previsora, Popular... “Tuvimos alrededor de 16 bancos que se convirtieron en bancos rateros que fueron metiéndole la mano a los bolsillos de los ecuatorianos”, dijo Jorge Rodríguez, de la Comisión Anticorrupción.
Al final nadie pudo decir que recuperó todo su dinero congelado porque por cada millón de sucres se recibieron de vuelta solo 40 dólares. Pero aun así, no todos tuvieron “esa suerte”.
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