Poco a poco el socialismo del siglo XXI ha ido perdiendo terreno en América del Sur, pero no necesariamente para que la situación mejorase. La crisis desatada en la Argentina de Macri, las contradicciones del sistema chileno y la rampante corrupción de la clase política peruana, quizás sólo comparable a la brasileña, nos hablan del lento pero certero cambio de un ciclo más económico que político, entendida la política en las claves del sistema neoliberal que ni Correa ni Lula quisieron o pudieron desmontar: simple administradora de los embates e intereses del capitalismo mundial en nuestra región.
Pero si, pese a presentarse como mancomunidad uniforme y fuerte, los distintos socialismos neoliberales del siglo XXI transcurrieron con muchas diferencias en cada uno de nuestros países (sería interesante estudiar el incremento de la reserva monetaria en Bolivia frente al despilfarro del Ecuador, entre muchas otras cosas que se escapan del amarillismo coyuntural), lo que ha venido pasando y está ocurriendo ahora mismo en América Central, el Caribe y México (gran parte de su geografía y su cultura pertenece a Norteamérica) nos resulta más extraño y desconocido.
Ahí cohabitan la pesadilla nicaragüense, tan impensada como advertida y atestiguada por prominentes revolucionarios sandinistas, como Sergio Ramírez y Ernesto Cardenal, de ver convertido a Daniel Ortega en un dictador Somoza evangélico y posmoderno; el asombroso triunfo en Costa Rica de un binomio aparentemente favorable a las libertades feministas y demás diversidades; y
el absoluto desaliento que generan las elecciones presidenciales mexicanas.
Me encantaría afirmar lo contrario, pero vistos los recientes debates, en México no hay a quien irle. La opción democrática de izquierda o centro izquierda o nacionalista soberanista que expresaba en 2006 y en 2012 Andrés Manuel López Obrador (el famoso AMLO, antiguo camarada de disidencia priista de Cuauhtémoc Cárdenas) se ha ido desinflando a punta del deseo o necesidad del líder de MORENA (Movimiento de Reconstrucción Nacional) de desmarcarse de toda posible acusación de extremismo o cercanía al populismo, chavismo o socialismo del siglo XXI.
Motivos para ello le sobran: AMLO lleva sufriendo al menos 12 años de campañas sucias en su contra (alguna de ellas orquestada, por cierto, por Jaime Durán Barba). Como si no bastase la suciedad tradicional del sistema electoral mexicano, a AMLO no sólo le construyeron los medios que controlan a la población mexicana un infundado perfil de ser el peor peligro para México, sino que además Televisa construyó una verdadera telenovela mafiosa en la realidad, para llevar al petimetre, incapaz y hasta con una negligencia criminal, Enrique Peña Nieto a la presidencia de la República de la mano de una reina de su propia telecracia corrupta.
Pero cuando parecía que ya hasta por cansancio o eliminación el pueblo mexicano podría optar por zarandearse de la dictadura PRI/PAN/PRD/Televisa, AMLO decidió centrarse hasta el vacío y la inconsecuencia, y pactar y pactar con lo peor y más recalcitrantemente conservador de la política y la sociedad mexicana, incluyendo a exasesores y empresarios de Fox, Felipe Calderón y Salinas de Gortari, el gran titiritero de Peña Nieto, en una suerte de aceptación de que para llegar al poder hay que venderse de antemano a él. Más allá de AMLO el panorama es aún más desolador. Parece que la democracia representativa es exactamente eso, un desierto.