El pelo de mi tío Miguel era abundante, y presiento que también su chequera. En la gran sala verde de su casa de la calle General Aguirre, él solía sentarse siempre en un mismo sillón, tal vez era su favorito: un sillón medio sufrido, pero un gran sillón. Ahí se repantigaba con su pelo enorme, su pelo grueso, su pelo púa, su pelo negro, su pelo lacio que empezaba a pintar una que otra cana, no muchas, pero no pocas.
Nos llamaba a todos los niños y nos ofrecía la ingente suma de 10 centavos por cada cana que le arrancáramos. Diez centavos era bastante, con cinco ya se compraba un puñado de chocolatines; para el colegio nos daba 60 centavos y alcanzaba para un sánduche de atún y una manzana, o para un pan dulce de monja y un bolo. Diez centavos por cana nos podría convertir en millonarios en poco tiempo, pero para el tío Miguel parecía ser poco, él siempre se mostraba opulento y generoso.
Nos enterábamos de que no estaba dispuesto a dilapidar su fortuna, en quienes le cosecharan la mayoría de canas, porque un poco antes de sentarse en su sillón para empezar el procedimiento, él entraba al baño. No sabíamos a qué, pero lo descubríamos al verlo bajar con su pelo enorme, su pelo grueso, su pelo púa, su pelo negro, su pelo lacio...sumamente brillante. Ahí veíamos la trampa del juego: el tío se había echado toda la brillantina posible .La brillantina no era como el gel que ahora conocemos, era una suerte de gelatina grasosa que ayudaba a sostener esos peinados varoniles medio con copete, medio ladeados, medio tangueros, medio brillantes.
Mis primos y yo nos poníamos en la tarea, nos empujábamos, nos dábamos codazos, queríamos ganar desesperadamente muchos 10 centavos. Juntar 20, 30 tal vez llegar a un sucre, esa pequeña fortuna: ¡Un sucre!
Y entonces procedíamos a buscar canas. Una vez ubicados todos en esa selva/campo de juego poblado de pelo, veíamos que las canas no eran pocas, pero sacarlas con toda esa grasosa brillantina, era un reto gigante. Pescábamos la cana con facilidad, pero ¡arráncala si puedes! El pelo blanco se resbalaba entre nuestros dedos regordetes, flacuchos, pequeños, grandes, largos. Debe haber sido una suerte de teatro del absurdo ver toda clase de dedos y toda clase de niños intentando arrancar al menos una cana.
Ahora pienso que el tío no era tan generoso como pensábamos al fijar el precio de sus canas, y que esa pequeña fortuna no nos la iba a regalar fácilmente. Lo que él buscaba, en realidad, era un masaje gratis en el cuero cabelludo de su pelo enorme, su pelo grueso, su pelo púa, su pelo negro, su pelo lacio.
Recuerdo su postura laxa en el sillón, su cara de placidez, la cabeza ladeada, los ojos cerrados, una ligera sonrisa de satisfacción, un relax completo. Éramos, nada más ni nada menos, el spa gratis del tío Miguel. Y pensar que nos creíamos unos verdaderos emprendedores, unos cazadores de fortuna, unos intrépidos buscadores de canas en ese bosque grasiento, enorme, grueso, púa, negro, lacio, imposible, que era la cabeza del tío.