Hay varias formas de explicar el deterioro político que tiene a la Capital de la República en la más infame inacción. Un relato -el inmediatista- puede ser el de una ciudad a merced de una justicia donde sus operadores y hasta la Corte de Pichincha se prestaron para manipular y torcer fallos, permitiendo que Jorge Yunda y Santiago Guarderas se arranchen la Alcaldía, montando un triste espectáculo.
Si los magistrados zanjan jurídicamente los efectos de un proceso de control que es político, llevado a cabo por el Concejo Metropolitano, la ciudadanía tiene ahí una explicación de por qué Quito no saldrá del caos.
Otra narrativa, aquella que los ‘panas de Jorge Yunda’ han posicionado para tapar los errores y excesos de su alcalde, es la del racismo. Y desde allí sentaron un peligroso precedente: no importa la ineficiencia, la corrupción o el autoritarismo con el que se ejerce una función pública si primero cuentan las acciones afirmativas. Y solo para matizar con otro ejemplo, citemos el espíritu de cuerpo con el que el asambleísta Salvador Quishpe blindó a Rosa Cerda para que no la sancionaran por sugerir a la gente que si roba, robe bien..., argumentando su condición de mujer, indígena y quichua hablante sometida a los ‘oscuros intereses’ de una prensa que malinterpretó sus declaraciones.
Desde esa perspectiva, cualquier cuestionamiento olerá a discriminación y odio clasista así la Fiscalía indague al susodicho por sus evidentes intereses con grupos económicos muy poderosos que quieren lucrar de la ciudad.
Lo que más importa en el juego político son los votos. Entonces, la crisis de la Capital se interpreta desde una tercera explicación, la de mero juego electoral, pues la paz, el orden y el bienestar de sus calles franciscanas se trastocaron en el momento en que un puñado de concejales “con pocos votos” osaron usurpar el puesto de un político que llegó a la Alcaldía con la más baja votación de los últimos 30 años y que en dos años de gestión acumuló menos de cinco puntos de popularidad. ¡Su desempeño lo aprueba uno de cada cuatro quiteños!
La tragicomedia de todas estas versiones arrinconó a Quito en el más oscuro de sus zaguanes impidiéndole comprender el problema de fondo, la falta de un tejido político y social que frene el oportunismo y la improvisación. Unos dicen que la ciudad decayó al final del mandato de Moncayo; otros, que Barrera le restó liderazgo o que Rodas desperdició la fuerza a él transferida por el 60 por ciento de los quiteños en las urnas.
Cualquier discusión, sin embargo, será bizantina si no reconocemos que Yunda es la expresión de una ciudad que no le importa a los empresarios, a sus universidades, a los partidos políticos, gestores culturales, líderes barriales, medios, gremios o colegios profesionales. Por eso, en la elección de 2019 se disputaron la Alcaldía 18 candidatos de los que al menos cinco representaban una sola tendencia que se fue por el caño del egoísmo y la miopía. Quizás la batalla actual ya esté perdida y Yunda siga administrando la urbe bajo la sombra de su hijo y sus travesuras. Lo importante es que quienes hoy se golpean el pecho y dicen amar a Quito no se equivoquen en 2023. ¿Es mucho pedir?