La esperanza era lo único a lo que se aferraban dos de las nueve hermanas de Carlos, una persona privada de libertad (PPL) que estaba recluida en el pabellón 5 de la Penitenciaría del Litoral. Él esperaba sentencia por, dicen sus familiares, una injusticia.
“Lo demandaron por venganza, una supuesta violación a una chica con la que no quería casarse. Por maldad le iniciaron el juicio y mire cómo estará sufriendo”, decía una de sus hermanas, angustiada.
La última vez que hablaron con él fue el domingo 26 de septiembre, tres días antes de que iniciara el estallido carcelario. Fueron hasta la Penitenciaría, pero no les dieron mayores detalles. Tres días después, los llamaron para que vayan a la Policía Judicial (PJ) a ver un cadáver que podía ser el de su hermano.
“Ojalá que no sea él”, alcanzaron a decir, entre sollozos, antes de ir a identificarlo. Pero el desenlace fue casi como el de todos los que se acercaban hasta la PJ, al noroeste de Guayaquil.
Las jóvenes tomaron el ataúd para irse, hora y media de viaje, hasta El Triunfo, de donde son oriundos. Carlos es uno de los más de 119 presos, según cifras oficiales, que perdieron la vida en la peor crisis carcelaria de la historia. De estos, 13 no podían reconocerse con métodos convencionales como la huella dactilar: son cuerpos decapitados, cercenados, quemados y que fueron recogidos en avanzado estado de descomposición.
Ricardo Lara fue testigo de aquello. Él vende ataúdes afuera del complejo y dijo que en los 10 años que tiene en ese negocio nunca se había impactado tanto como ahora. “Cuando metíamos los cuerpos en las cajas se le salían los huesos, algunos estaban tan hinchados que no entraban. No hubo tiempo ni siquiera para coserles la cabeza al cuello”, cuenta con asombro.
No eran los únicos asombrados. Parecía un déjà vu de la pandemia: Alonso C. denunciaba que el cadáver que le entregaron de su hermano no era el correcto porque no tenía sus tatuajes.
“Ayer en la Penitenciaría lo daban por vivo; luego me llamaron para decirme que estaba muerto”. Su hermano, Alfredo, recién ingresó a cumplir una condena de 20 años.
Dice que fue presionado por la mafia para declararse culpable. Su relato se interrumpe apenas llega una camioneta blanca, de alta gama. Un joven afroecuatoriano, alto y corpulento, baja del vehículo y camina a la garita junto a tres personas. Vestía con camiseta sin mangas, gafas, calentador y sandalias. Resaltaban dos grandes anillos dorados en su mano izquierda, un reloj del mismo tono en su muñeca derecha y una cadena de plata en su cuello. Pidió información y se fue rápido en otro vehículo. Para ese momento, Alonso se perdió entre la multitud.
La única con una sonrisa era Marcela Q. Fue de las pocas que constató que su familiar (su hermano Jacobo) estaba registrado en el último censo de los sobrevivientes del pabellón 5 de la “peni”.
Hasta en la cárcel, la pobreza determina la calidad de vida. El pabellón 5, el que tuvo más fallecidos, es donde cobran “más barato” para habitar. Sí, en la cárcel hay que pagar para tener un espacio. Si no lo haces, te va mal. Según relatos de los familiares, cada semana deben pagar cinco dólares; en otras zonas la tarifa va desde los 15 dólares en adelante.
Familiares que ingresaron a reconocer los cuerpos contaban a la prensa que habían más de 20 cadáveres abiertos en los patios traseros del bloque E del complejo de la Policía Judicial. Al ser consultados, quienes estaban a cargo de la investigación negaron dicha afirmación, pero no permitieron el acceso de la prensa a la zona.
Detallaron que más de 25 personas realizaban las labores para determinar las identidades de los cuerpos, pero varios factores lo impidieron.
“El problema es que cuando el familiar va al reconocimiento del cuerpo espera verlo tal como lo recuerda, pero ya es un cadáver. Entonces como lo ven hinchado, natural por la descomposición, o lo ven más oscuro, común por el congelamiento, lo niegan y dicen que no es su familiar”, explican los funcionarios.
Sobre las denuncias de cuerpos al aire libre, un vocero que prefirió el anonimato dijo que la capacidad en los congeladores y contenedores de la PJ son para casos cotidianos (muertes en accidentes de tránsito, entre otros). Adicional a esto otro de los policías interrumpió y confesó: “El Estado no está preparado para numerosas muertes violentas”.
Doña Tania C. solo esperaba a que le entreguen el ataúd con su nieto Josué. Sentía mucho dolor pero más frustración consigo misma porque era la segunda vez que su nieto terminaba en la cárcel.
Josué fue sentenciado a año y medio por robo; solo le faltaban cuatro meses para salir. Doña Tania lo defiende y dice que no estaba robando, pero como lo vieron drogado en una moto lo confundieron.
“Lo difícil que es tener un varón en la casa, yo lo crié y tanto le hablamos para que no sea rebelde, para que obedezca”, lamenta. “Lo más probable es que el pendejo se haya metido en esas peleas con las bandas y lo hayan matado así de feo...”.
Julieta M. la consolaba; tenía el mismo dolor. Su hermano Álex estaba a ocho meses de salir de prisión. “Un celular de 80 dólares le cuesta la vida. Él no tenía la necesidad de robar, no pasaba por apuros económicos. Pero mire usted lo que hace la droga”.
Muchos pagaban una condena por un acto delictivo, otros por acabar con la vida de otras personas. Pero quizá en ese mar de cuerpos, quién sabe, había uno que terminó en ese sitio por alguna injusticia. Al final, para sus familiares, siempre hay una explicación lógica e injusta. Es difícil de creer, pero sí vale la pena preguntarse porqué en un centro de rehabilitación justamente rehabilitarse es casi imposible.