Teppa Quimontare no sabe cuántos años tiene: probablemente 80 o más. Ella fue parte de los waoranis "contactados" a finales de la década de 1950, cuando el Instituto Lingüístico de Verano llegó a "civilizar a los aucas" para que permitieran el ingreso de las petroleras a la Amazonía ecuatoriana. Han pasado más de 65 años. Desde entonces, Teppa es evangélica y su vida se mueve entre la influencia occidental y su cultura y tradiciones del mundo waorani. Pero hay algo que la sigue inquietando.
Cuando Teppa acudió al llamado de los misioneros del Instituto Lingüístico de Verano, sus hermanos prefirieron adentrarse en la selva para seguir viviendo como lo habían hecho milenariamente, antes de que los evangélicos llegasen en avionetas a ofrecerles otra vida. Ellos conformaron el famoso clan de Taga o los Tagaeri, que protagonizaron varios enfrentamientos con quienes se adentraban en su territorio: religiosos, colonos, petroleros, madereros... Han muerto decenas de personas en encuentros violentos, sobre todo, aislados.
Teppa quiere que sus hijos la lleven con los Taga, desea saber cómo continuaron con su vida. Sus hijos le han dicho decenas de veces que eso no es posible. Que la suban a un avión, dice, convencida o ingenua, y la dejen en la selva. Pero no es tan fácil: sus familiares, a quienes vio por última vez hace más de 60 años, no la reconocerían y posiblemente la matarían con lanzas.
Ella los ve en sus sueños. Y quizá esos sueños nunca se conviertan en realidad. Por una parte, está el peligro de enfrentarse a personas que no quieren contacto con el mundo exterior y, por otra, quizá los Tagaeri ya no existan. Hace exactamente 30 años, luego de un secuestro, llegaron los primeros indicios de que otro clan de no contactados, los Taromenane, habría diezmado a los Tagaeri. Hace 20 años se reforzó esa hipótesis luego de una matanza. Hace diez años, en 2013, hubo otra masacre y otro secuestro. Al parecer, a nadie o a muy pocos importa que se repita una tragedia.
Según las instituciones estatales y estudios antropológicos, en Ecuador hay dos grupos de indígenas en aislamiento: Tagaeri y Taromenane, que se encuentran en las provincias de Orellana y Pastaza, y que se mueven por dentro y fuera de la Zona Intangible Tagaeri Taromenane (ZITT) y parte del Parque Nacional Yasuní. La organización Land Is Life identifica otro grupo que no está confirmado: los Dugakairis.
Durante medio siglo, hay quienes han negado su existencia, intentando desechar las trabas que significan "los no contactados" para los intereses extractivos y colonizadores. Y del otro lado, hay quienes idealizan a estos pueblos, pensando que viven en total armonía.
La realidad es más compleja. Mientras el país discute dejar o no el petróleo bajo tierra en el bloque 43 o ITT, que está en uno de los extremos del Yasuní, más al occidente, en la zona caliente donde se han producido enfrentamientos violentos con “no contactados” siguen expandiéndose las fronteras extractivas y de colonización. Por otro lado, al sur del Yasuní, en el Curaray, madereros ilegales hacen de las suyas sin que exista control en la frontera con el Perú.
Teppa vive en el sector de Pindo, cerca de otro lugar que se llama Los Reyes, donde en 2009 un grupo de no contactados atacó con lanzas a Sandra Zabala, una colona, y a sus cinco hijos. La madre y dos de sus hijos murieron, otros dos lograron correr y su bebé de siete meses fue raptado por los atacantes. Los colonos iniciaron la búsqueda para recuperarlo; lo encontraron dos días después a un par de kilómetros en la selva. David Cevallos, un colono de 47 años, fue quien comandó el rescate del bebé, a pesar de que las autoridades le decían que no se adentrara en la selva. Según Cevallos, quienes mataron a esta familia no eran no contactados, sino waoranis contratados por algún interés, posiblemente petrolero. De todos modos, la pericia antropológica hecha a las lanzas, comprobó que correspondían a un grupo de indígenas en aislamiento.
Teppa cree que los atacantes fueron sus familiares. Unos dijeron que la causa fue el ruido que generaba el bloque petrolero Hormiguero Sur; otros culparon a la maquinaria de la prefectura que estaba abriendo el camino al poblado de Unión 2000. Lo único cierto es que los aislados no ven diferencia entre lo uno o lo otro: colonos, madereros o petroleros son invasores de su territorio. El pozo petrolero sigue ahí; los colonos también, con sus fincas y cultivos. El ruido de las motosierras está por doquier.
Recorriendo esas vías, en otro sector llamado Armadillo, otro grupo (o quizá el mismo) mató al maderero Luis Castellanos en 2008, cerca de otro pozo petrolero. Organizaciones como Land Is Life y la Fundación Alejandro Labaka han denunciado que cerca de Armadillo, a solo 25 kilómetros estarían casas y chacras de los grupos en aislamiento. Más hacia el sur, en 2006 y 2005, otros dos madereros también murieron en este tipo de ataques.
A todos estos lugares se llega por la vía Auca, que sale de la ciudad de Coca, provincia de Orellana, y se adentra en la Amazonía. El objetivo de la vía era sacar el petróleo, pero los colonos y madereros ilegales llegaron detrás, aprovechando el camino. Ahora hay un laberinto de vías y cientos de casas, la mayoría de madera y zinc, de personas que buscan un pedazo de tierra, sin importar que sea en la recóndita selva. Esos pobladores eligen alcaldes y prefectos, y los políticos buscan asegurarse los votos abriendo más caminos hacia las fincas. Para algunos, el exterminio de los no contactados es irreversible si continuamos por esta senda.
“El país quiere el petróleo, los colonos quieren tierras, todos somos responsables de lo que está pasando. ¿Quién hace algo por detenerlo?”, cuestiona José Miguel Goldaráz, sacerdote del Vicariato de Aguarico, que ha dedicado más de 40 años al estudio del pueblo waorani. “La situación en muy triste. Hay muchas presiones sobre los no contactados. Su territorio está amenazado. Incluso nosotros como pueblo waorani nos seguimos adentrando en su territorio. Antes éramos una población de 800 personas, ahora somos más de 4.500. Creo que, en unos diez años, los aislados tendrán que salir a hacer contacto con nosotros los waoriani o a decir: por favor, no avancen más”, dice Nemo Guiquita, lideresa waorani y dirigente de CONFENIAE.
El Estado dice que hace todo lo posible para asegurar el territorio de los no contactados. Pero nada ha funcionado. Una de las políticas más importantes fue la creación de la Zona Intangible Tagaeri Taromenane (ZITT), donde se supone que no pueden existir actividades extractivas y nadie puede invadir ese territorio. Hace más de un siglo, los waorani se movían por un espacio de cerca de dos millones de hectáreas; sus límites eran el río Napo, al norte, y el río Curaray, al sur. Ahora la famosa Zona Intangible, ZITT, tiene unas 800 mil hectáreas. Esto es, casi la tercera parte del territorio original.
Según relata la periodista e investigadora Milagros Aguirre en su libro “La Selva de Papel”, mientras el gobierno lanzaba la iniciativa Yasuní allá por el año 2008 para dejar el petróleo bajo tierra, se negociaba campos petroleros con compañías internacionales. Es decir, se crean reservas o zonas de conservación, pero priman otros intereses. Los funcionarios, desde Quito no entienden las dinámicas de la selva. Cuando los aislados mataron al madero en Armadillo, en 2008, quedó en evidencia el desconocimiento oficial. Una funcionaria de Estado llegó a decir: “Cómo esta gente se había salido de ahí (de la Zona Intangible)”, como si ellos entendieran de límites y campos petroleros. Esa ha sido la política pública en las últimas décadas. En 2012, el entonces Ministerio de Justicia hizo un mapa con los muertos en encuentros violentos con no contactados, algunos de estos fuera de la Zona Intangible.
Para cumplir con el Plan de Medidas Cautelares a favor de los pueblos en aislamiento que exigió la CIDH, el Estado construyó la “Estación de Monitoreo de la Zona Intangible Tagaeri Taromenane”, que está a casi 100 kilómetros de Coca, por la vía Auca. Es una infraestructura de dos pisos, en franco deterioro, ubicada a la orilla del río Shiripuno. Por esa parte del río pueden entran madereros o cazadores ilegales a la Zona Intangible. O personas que no tienen permiso. Uno de los mayores riesgos durante la pandemia fue que alguien contagiado con Covid-19 entrara, tuviera algún contacto con los aislados y estos pudieran desaparecer completamente ya que no tienen defensas ni para una gripe común, pero aún para otros virus.
Se supone que personal de la Estación debe vigilar quién entra y quién sale, y en qué condiciones, pero la última semana de julio de 2023, un equipo de Vistazo y Ojo Público ingresó en la zona hasta la comunidad de Gemeneweno, sin que ningún funcionario hiciera una inspección o preguntara el motivo o destino. La Estación estaba vacía a las nueve de la mañana.
Genemeweno está a tres horas río abajo en el Shiripuno. Es una de las últimas comunidades sobre el límite de la Zona Intangible. Su líder es Gaba Wane, junto a su esposa Nemonte Miipo. Relatan que viven de la caza, la pesca, la recolección de frutos de la selva y sus cultivos de yuca y otras especies. Reciben turistas en su comunidad, lo que les ayuda a tener ingresos para otros gastos. Gaba dice que últimamente no han tenido encuentros o avistamientos de no contactados, pero conoce los lugares por dónde ellos se mueven, a unos kilómetros de camino desde su casa.
Justo la semana en que Vistazo y Ojo Público llegaron a Genemeweno se realizaba una reunión por la consulta del Yasuní. El tema es relativamente sencillo: los waoranis que están empleados por las petroleras o reciben dádivas quieren que continúe la explotación; los que se dedican al turismo, como Gaba, quieren que el petróleo se quede bajo tierra. Triste paradoja: medio siglo después del contacto, en la zona de mayor riqueza de recursos naturales y biológicos, el petróleo y el turismo son lo único que tienen.
Su esposa Nemonte dice que ellos no acuden a los hospitales porque han aprendido a usar las plantas medicinales de la selva; creen en el turismo porque eso les ha dado la oportunidad de compartir su cultura, sobre todo con extranjeros, y que sus hijos y nietos vean en esto la oportunidad de continuar las tradiciones.
A este respecto Nemo Guiquita, de la CONFENIAE, dice que “Los Pikenanis (vocablo con que se denomina a los ancianos) están desapareciendo, ya los jóvenes waoranis en las zonas de influencia de los proyectos petroleros prefieren hablar español en lugar de nuestro idioma. Pero mientras todavía sigan vivos debemos aprender más de ellos”.
Quizá por eso Gaba tiene la idea volver a la casa de sus abuelos y llevar a sus hijos y nietos que quieran acompañarlo. Esa idea la está conversando con un otro líder de una comunidad que está río abajo. El lugar al que quiere ir queda a muchas horas, días, de camino dentro de la Zona Intangible. ¿No le da miedo encontrarse con los no contactados? Al contrario, ese es el objetivo. “Algún día quiero que los hermanos Taromenane se junten para hacer mucha más fuerza e impedir que sigan destruyendo nuestro territorio, nuestro bosque”, dice este Pikenani en idioma Wao Terero. Pero no sabe si eso sea posible. No sabe si los Taromenane lo ataquen a él o a sus hijos. De todos modos, quizá, si eso pasara, él dice tomaría las lanzas para defenderse o tomar venganza.
Por el Shiripuno también se llega hasta el Curaray, donde constantemente se ha denunciado la presencia de madereros ilegales que se llevan la madera por el Perú, sin que el Estado haya podido erradicar el problema. Ya en 2017, un informe de organizaciones ambientalistas denunció con imágenes y coordenadas geográficas la situación de explotación ilegal e indiscriminada de la selva en “La Quebrada del Lobo”, que se supone es parte de la Zona Intangible, ZITT. Pero según Adrián Álvarez, técnico de Fundación Labaka, los madereros continúan en esa zona pese a que hay dos destacamentos militares de Ecuador. Asimismo estarían llegando a esta zona dragas desde Brasil para la minería ilegal, sin que las autoridades tengan la capacidad de detener estas actividades.
Si bien, hasta ahora no existen reportes de encuentros con no contactados en el límite con Perú, nadie puede descartar algún evento violento. Los madereros entran con armas y, como están en la ilegalidad, no les conviene reportar ningún incidente. Según David Suárez, coordinador del programa FPIC de Land Is Life, en esa zona se encontraría el grupo de los Dugakairis, otro clan waorani en aislamiento y que posiblemente se mueve hasta Perú. Sin embargo, su presencia no ha sido confirmada.
El último contacto registrado en Ecuador se produjo en el río Shiripuno. Un grupo lanceó a una pareja waorani que bajaba en su canoa por el río y se detuvo a quitar ramas que obstruían el paso: Caiga Baihua murió en el acto y su esposa logró escapar. Desde entonces hay una relativa calma.
Todos en la zona hablan de avistamientos, de huellas, de ramas rotas, de gente que entra a robar las yucas de las chacras o algún utensilio de cocina... Los funcionarios de la Estación de Monitoreo en Shiripuno deben recibir estos testimonios y hacer las inspecciones, pero los lugareños dicen que la mayoría de veces no alertan porque los funcionarios llegan a hacer muchas preguntas. Además, para cuando llegan, ya ha pasado al menos un día y, en una zona donde llueve constantemente de manera torrencial, las huellas desaparecen fácilmente.
Al regreso de Genemeweno, el equipo de Vistazo y Ojo Público solicitó una entrevista con el encargado de la Estación. El asistente administrativo Fabián Morales dijo que han sufrido recortes presupuestarios, que solo trabajan seis personas en turnos de 15 días. Antes, por ejemplo, tenían cuatro técnicos territoriales y dos sociales; ahora solo trabajan con la mitad. Anteriormente, tenían dos lanchas, pero una quedó inservible y la otra necesita reparación del motor. Sobre los informes de dónde se encuentran los no contactados, afirma que es información reservada y confidencial que se maneja desde las oficinas en Quito. “Si el Estado crea una Zona Intangible y una Estación de Monitoreo, pero desmantela la política pública o la infraestructura, no sirve de nada”, cuestiona David Suárez, de Land Is Life.
La Estación está a cargo del Ministerio de la Mujer y Derechos Humanos. En una solicitud de información que plantearon Vistazo y Ojo Público, la institución respondió que la Estación “cuenta con 22 técnicos territoriales”, y que se trabaja en un plan de repotenciación para las instalaciones, además de dotación de equipos técnicos y tecnológicos. Sobre avistamientos, la entidad argumenta que en diciembre de 2022 se clasificó con carácter de reservada esa información. Es decir, solo los funcionarios de este Ministerio conocen dónde se ubican las casas de aislados y ellos deben emitir informes de dónde se podría hacer exploración y explotación petrolera.
No obstante, en un requerimiento que hizo Vistazo en 2021 a la entonces Secretaría de Derechos Humanos, la institución dijo que los avistamientos más recientes fueron Wentaro y Dikaro, que están fuera de la Zona Intangible. Además, adjuntó un documento con fotos de casa y chacras de pueblos no contactados, de sobrevuelos realizados entre 2018 y 2020, aunque no precisó las ubicaciones geográficas. Hay quienes piensan que el sigilo de la información protege las coordenadas geográficas de las casas de los no contactados para que nadie entre a su territorio a atentar contra su vida. Otros creen que el ocultamiento de la información es premeditado, para no perjudicar las actividades extractivas.
Sin embargo, sobre la Zona Intangible, ZITT, está el bloque 43, denominado ITT por las siglas Ishpingo, Tambococha y Tiputini. Sobre eso se pronunciará el Ecuador en las urnas: seguir explotando o detener la actividad petrolera en ese rincón de la selva. Pero eso no queda ahí: sobre la Zona Intangible estaban desde hace mucho los bloques 31, 14, 16 y 17. De hecho, un informe de 2013 ya indicaba que 5.000 hectáreas de Zona Intangible, estaban ocupadas por campos petroleros. En 1999, el gobierno de la época decretó la creación de este espacio, pero no fue hasta 2007 que se delimitó geográficamente, mientras los gobiernos negociaban contratos. Según este informe, en todo ese tiempo, petroleras como la china Andes Petroleum, filial de CNPC y Sinopec, sugirieron coordenadas para delimitar ese espacio. Al parecer, todos opinan para delimitar las reservas de conservación.
Hace 20 años, el sacerdote de la Misión Capuchina, Miguel Ángel Cabodevilla, escribió el libro “El exterminio de los pueblos ocultos”. Se trata de una crónica del ataque de un grupo waorani contra un grupo taromenane que dejó al menos 20 muertos, pero Cabodevilla intenta retratar, sobre todo, la negligencia del Estado frente a este acto criminal que quedó sin resolver. El fiscal del caso se atrevió a decir que no podía continuar con la investigación, porque no se hallaron los documentos de identidad de los no contactados.
Según algunos testimonios recogidos en este libro, los Tagaeri ya no existirían. La historia empieza en 1993 cuando un grupo waorani, presionado por los madereros y petroleros buscaba contacto con los Tagaeri. Nueve waos llegaron a una casa, mataron a todos los que pudieron y raptaron a una joven llamada Omatuki. Ella les dijo que los Taromenane diezmaron y se quedaron con algunas de las mujeres Tagaeri para hacerlas parte de su clan. La razón: empujados por los petroleros, colonos y madereros, los Tagaeri fueron retrocediendo al territorio que históricamente era de los Taromenane. Como son pueblos guerreros, el desenlace no exige muchas explicaciones.
Las presiones obligaron a que los waoranis devolvieran a la joven Omatuki con su familia, pero en esa expedición los no contactados mataron con lanzas a Carlos Omene. Los waoranis juraron venganza. Eso ocurrió 10 años después. En 2003, presionados por intereses de los madereros ilegales, los wao dieron con una casa que pensaron eran de Tagaeri, pero se descubrió luego que eran Taromenane por las características de sus lanzas.
Nunca se supo cuántas personas fueron asesinadas, pero se estima que alrededor de 20. Los mismos perpetradores hicieron un registro fotográfico de eso. Adujeron que se trataba de una lucha ancestral, pero usaron armas de fuego, lo que puso en una seria desventaja a los no contactados. Una lucha indiscriminada de armas de fuego contra lanzas podría acabar con todos los clanes en aislamiento.
En 2013 se reavivó la llama. En Yarentaro, dentro del Bloque 16 y fuera de la Zona Intangible Tagaeri Taromenane, ZITT, fue atacado el anciano Ompore y una de sus esposas, Buganey. Hay mil hipótesis sobre el ataque, pero el suceso dejó en evidencia que los Taromenane visitaban periódicamente a Ompore, le solicitaban ollas y machetes, y le pedían que mantuviera alejados a los extranjeros.
Por eso, se barajan varias hipótesis. Según una de ellas, lo mataron porque Ompore no les quiso regalar su escopeta. Otros dicen que le pedían más ollas y machetes, que él no podía abastecer. También, que Ompore y su hijo habrían matado a un taromenane. O que buscaban venganza contra otra persona, pero se cruzó Ompore en su camino.
Una de las versiones más polémicas es que en esos tiempos, avionetas habrían sobrevolado la zona y lanzado atunes, sardinas y otros alimentos, como a finales de 1950 cuando llegó el Instituto Lingüístico de Verano para convencerles del contacto. Algunos taromenane habrían ingerido esos enlatados, enfermado y muerto. Como sabían que Ompore tenía esas latas en su casa, buscaron venganza. La última hipótesis es que los no contactados estaban enojados por el ruido de los generadores de un pozo petrolero en el Bloque 16 y, como su único contacto era Ompore y no podía detener el ruido, lo mataron.
Todas estas posibilidades se discuten en otro libro: “Una tragedia Ocultada”, que también devela todas omisiones del Estado frente a una masacre anunciada. Pudo haber sido una de esas razones o todas al mismo tiempo. Lo cierto que es que tras la muerte de Ompore, su familia juró venganza. El Estado, el Plan de Medidas Cautelares, todas las instituciones sabían del comportamiento guerrero y vengativo de los waoranis, pero no hicieron nada pese a las advertencias. Casi un mes más tarde, el país amanecía con la noticia de que el 31 de marzo de 2013 un grupo waorani había asesinado con armas de fuego a unos 20 o 30 indígenas taromenane.
Nunca se supo cuántos murieron, pero por los testimonios se estima que habrían sido entre 20 y 30. Esta vez tambeién tomaron fotos para exhibirlas Los waoranis fueron procesados con la justicia ordinaria, pero no hubo responsables estatales. La cereza del pastel: secuestraron a dos niñas no contactadas. Diez años después, ellas ahora viven en comunidades waoranis, forzadas al contacto.
Sin contar con el hecho de 2013, “han pasado 20 años de la primera matanza y 10 de la segunda, no se puede decir que no volverá a pasar, que no buscarán venganza”, alerta José Miguel Goldaráz, quien fue amigo de Alejandro Labaka, el cura asesinado cuando intentó hacer contacto con los Tagaeri en 1987 para evitar su exterminio ante la entrada de las petroleras. Goldaráz recuerda que le dijo innumerables veces a Labaka que no fuera, pero cedió ante las amenazas de la petrolera: o entraba él a buscar el contacto pacífico o entraba la petrolera sin contemplación.
Finalmente, Goldaráz fue a rescatar el cuerpo de su amigo cuando supieron que fue asesinado. Volaron a la zona en un helicóptero y descendió acompañado de dos militares. Retiró las 17 lanzas que habían clavado los aislados en el cuerpo de Labaka y otras tres del cuerpo de la monja Inés Arango. “Los militares tenían miedo de retirar las lanzas, estaban asustados”, dice el cura, 36 años después. Cuenta que en la cultura de estos pueblos se clavan las lanzas contra el piso para que el alma del asesinado no pueda escapar y buscar venganza. Quien retire las lanzas será perseguido por el espíritu. Detalles de la cultura waorani como estos nunca entenderán los funcionarios estatales.
Las alertas las han dado quienes conocen la zona. El territorio de los aislados se sigue reduciendo. Hasta antes de la muerte de Ompore en 2013, no se sabía que los Taromenane tenía contacto con él. Nadie quisiera esperar a otra matanza para saber que otro anciano wao se comunica periódicamente con indígenas aislados y les proporciona herramientas como maches o utensilios de cocina. ¿Tienen las entidades estatales esta información? Si la tienen, la manejan bajo reserva.
Hasta ahora nadie se ha atrevido a decir cuántas personas conformarían estos grupos en aislamiento, a diferencia de Perú donde el Ministerio de Cultura estima que hay alrededor de 4.500 integrantes de esas tribus. Obviamente, en Perú acapara un territorio amazónico mucho más extenso que el ecuatoriano y tiene más encuentros registrados. La única referencia en la Amazonía ecuatoriana podría estar en una declaración de 1976 de un gerente de la compañía estatal petrolera CEPE, que dijo: “No se puede negar a 10 millones de ecuatorianos un recurso hidrocarburífero que nos va a proveer una serie de beneficios: escuelas, hospitales, carreteras, etc., porque hay 70 o 200 patas coloradas que impiden los trabajos”.
Seguramente lo dijo con conocimiento de causa, ya que en ese tiempo volaron extensas zonas para tratar de contactar a todos y que no quedara nadie que se opusiera al petróleo. Casi medio siglo después, somos 18 millones de ecuatorianos y la plata del petróleo ha servido de poco. Pero, ¿cuántas personas están dentro de la selva aisladas? ¿Son más que en 1976 o menos, tras las matanzas del 2003 y 2013? Y quién sabe si hubo matanzas que se ocultaron. Medio siglo después, estos pueblos, más que aislados voluntariamente, están acorralados.