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Chernóbil: La noche del fin del mundo

martes, 26 abril 2016 - 10:19
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Desde Prípiat y Chernóbil, Ucrania

Hace 30 años ocurrió el peor desastre radiactivo del mundo en la Central Atómica de Chernóbil. Treinta y un muertos dijo en principio la desaparecida Unión Soviética. Noventa mil calculó Greenpeace. Hoy, uno de los supervivientes nos cuenta su historia.

Alexey Breus se resiste a esbozar una sonrisa. El recuerdo lo martilla. De pie, con sus potentes ojos azules, contempla silencioso los vestigios de su otrora vida próspera. Una existencia plasmada en un museo del centro de Kiev, Ucrania, cuyo eslogan reza: “Hay un límite de tristeza. La ansiedad no tiene límites”. Él no se puede desprender de aquella frase. Tampoco de la memoria, anclada en la misma fecha, el 26 de abril de 1986, la noche del fin del mundo.

La explosión del reactor IV de la Central Eléctrica Nuclear Memorial Vladímir Ilich Lenin provocó el peor desastre radiactivo de la historia. Durante semanas, del núcleo descubierto del reactor escapó 200 veces más radiactividad que la liberada por las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. Una nube de polvo radiactivo se elevó un kilómetro, avanzó por Europa y fue detectada incluso en China y Estados Unidos.


El parque de diversiones como resquicio de
una vida que no pudo ser. Foto: Reuters

Breus quiso escapar de su pasado. Dejó la Ingeniería Nuclear para convertirse en artista, aunque su obra insigne, titulada Titanic, lo delata: un mar pintado de rojo. En medio, una embarcación en llamas que se parece en sombras a su antiguo lugar de trabajo. “La silueta de la central se refleja en el agua. Tal vez no es agua, sino sangre. Sin embargo, el humo y las llamas no cubren todo el cielo: hay manchas azules, un ápice de esperanza”.

Alexey tenía 27 años, un lujoso departamento, una esposa, Galina, y una hija por nacer, Anna. Vivía en Prípiat, la ciudad más nueva y elegante de la Unión Soviética, a cuatro kilómetros del complejo nuclear. Con 50 mil habitantes, Prípiat era el símbolo del ideario socialista. Por suerte, aquel aciago día Galina estaba de viaje salvándose de exponerse a la radiación.


Alexey Breus, uno de los operadores del reactor y el último
en salir de la sala de control. A sus 57 años, toma un coctel
de drogas para la sangre, corazón, tiroides, sistema nervioso,
articulaciones, estómago. Foto: Allen Panchana

El proyecto empezó en los años 70 y el plan era operar allí ocho reactores. El IV iba a cumplir dos años. El V y VI estaban en construcción. De haberse completado, el complejo de Chernóbil hubiese sido la mayor central nuclear del planeta con una potencia más de cinco veces superior a nuestra emblemática Coca Codo Sinclair.

APOCALIPSIS NUCLEAR

“Llegué a Prípiat en 1980. Conocía la tecnología de los reactores porque sus diseñadores habían sido mis profesores”. Rubio, de pelo ensortijado, figura y rostro enjuto, Alexey Breus residía en la avenida Lenin, flanqueada por monumentales edificios de apartamentos. Muy cerca estaban el centro cultural, el polideportivo con piscina olímpica, un restaurante exclusivo, 15 escuelas, cinco colegios, varias guarderías. Y, por doquier, la hoz, el martillo y la estrella, la marca comunista. De día, los rosales daban color a los caminos. La última novedad era el parque de diversiones, con noria y carros chocones, que los niños –la tercera parte de la población– esperaban estrenar el uno de mayo. Faltaban solo cinco días.

“Pensar que todo se acabó en un pestañeo”. El ingeniero nuclear rumea las palabras, porque 36 horas después de la explosión tuvieron que irse a la fuerza, sin tiempo para empacar. El régimen soviético puso 4.300 buses, tres trenes y miles de militares para evacuar Prípiat, al igual que la vecina ciudad de Chernóbil y 500 otros pueblos de Ucrania y Bielorrusia, cuya frontera está a solo 16 kilómetros del epicentro de la tragedia.


Donde eran las escuelas hay libros envejecidos
con la imagen de Lenin; máscaras antigás sin
usar, muñecas. Foto: Allen Panchana

Los cultivos estaban envenenados, al igual que la leche y carne de las vacas. Nadie podía sentarse en el césped, peor tocar las flores ni besar al ser que ama. Había que dejarlo todo. “Prohibido irse con las mascotas. A los animales hay que abandonarlos”, les advirtieron. Alexey suspira: “No hay palabras para explicarlo. Todo estaba contaminado”. El sueño socialista se desvanecía. Se considera que el accidente fue el principio del fin de la Unión Soviética que colapsó cinco años después.

Hoy ingresar a Prípiat aún estremece. Señalética de radiación por todos lados. Los visitantes, bajo extremas medidas de seguridad, van con un guía que lleva un dosímetro (medidor), que comienza a emitir un sonido ensordecedor cuando se atraviesa zonas más peligrosas. Es una ciudad fantasmagórica, devorada por una vegetación agresiva que crece fuera y dentro de las edificaciones. En las guarderías, cunas vacías y juguetes esparcidos. En las escuelas, libros envejecidos con la imagen de Lenin, máscaras antigás sin usar. En los departamentos, vidrios rotos, portarretratos quebrados, muebles que acumulan polvo. En el parque de diversiones, resquicios de una vida que no pudo ser. La noria –con sus asientos de amarillo intenso– es la postal que resume el apocalipsis.


Fantasmagórica. Prípiat fue una ciudad diseñada en 1970 para albergar
a los trabajadores de lo que sería el más grande complejo nuclear
de la Unión Soviética. Era un orgullo en tiempos de Guerra Fría.

Alexey tenía un vecino bombero, Vasili Ignatenko, que acudió a sofocar el incendio –que empezó a la 01h26– en la central nuclear. Su esposa, Liudmila, recuerda: “Se fueron sin los trajes de lona; se fueron para allá tal como iban, en camisa. Nadie les avisó; los llamaron a una emergencia normal”. Ella estaba embarazada de seis meses. Su marido murió días después. La primogénita de ambos, Natasha, falleció a las cuatro horas de nacida, así como cientos de bebés cuyas madres embarazadas absorbieron la radiación. Alexey Breus no solo conoce esta historia, sino cientos. Ha visto agonizar a vecinos y amigos. Él mismo es una víctima. No pudo tener más hijos. Hoy, a los 57 años, toma un coctel diario de drogas por sus problemas en la sangre, en el corazón, tiroides, sistema nervioso, articulaciones, estómago….

Él llegó a la planta seis horas después de la explosión, cuando ya habían muerto 15 de sus compañeros operadores y seis bomberos. “Ayudé en la emergencia todo el día. Trataba de tirar agua al reactor. Sentí náuseas, otros vomitaban a mi alrededor. El último botón del reactor IV lo presioné yo. Eso fue 14 horas y 20 minutos después del accidente”. Recibió 120 REM (unidad de medición  de radiación), cuando el máximo anual que un humano puede soportar es cinco. Aún se desconoce el número exacto de muertos. Los soviéticos ocultaron información.


Allen Panchana pudo ingresar a la zona de exclusión. 30 años
después aún los medidores de radiación (dosímetros) alertan
del peligro con su sonido estridente. El área será inhabitable
por los próximos 24.000 años.

“Las sustancias gaseosas y volátiles se dispersaron por todo el globo terráqueo: el dos de mayo se reportó presencia en Japón; el cuatro en China; el seis en Estados Unidos y Canadá”, según la Escuela de Radioecología Sájarov.

‘LOS MANDABAN A MORIR’

“Tuve suerte, sigo vivo”, repite Alexey mientras mira las imágenes de sus compañeros fallecidos que cuelgan en el Museo de Chernóbil, en Kiev. Entre 1986 y 1987 fueron convocados cien mil reservistas. Tenían 28 años en promedio. Los llamaron “liquidadores”. Les decían que iban a ser héroes, que les darían la medalla “al valor”. El Ejército de Chernóbil era mayor que el de Napoleón, como escribe el investigador Santiago Camacho. “Los mandaban a morir”.

Durante dos años los liquidadores mataron a los animales para que no esparzan la contaminación; eliminaron el polvo radiactivo calle por calle, casa por casa. Pero la mayoría se enfrentó a la bestia. En seis meses cubrieron al reactor bajo una estructura de concreto llamada "sarcófago". Dentro aún hay 200 toneladas de material altamente radiactivo, lo suficiente para dejar a toda Europa inhabitable para siempre. Los más expuestos, sin embargo, fueron los 10 mil mineros que llenaron con cemento la sala subterránea para evitar que el magma nuclear se filtrara hacia el subsuelo y contamine las aguas que desembocan en los principales ríos de Ucrania. Todos ellos murieron.


Treinta países financian los 2.500 millones de dólares que costará
el arca que se construye para proteger al reactor IV. Será tan alta
como el edificio La Previsora, más larga que una cancha de fútbol
y tan ancha como el río Daule.

Eran tiempos de Guerra Fría. La KGB –agencia de inteligencia– le prohibió a Alexey Breus hablar sobre las causas del accidente. Un silencio que ha roto desde que cayó la URSS. “Los reactores tenían defectos, fallas en los diseños. Ese día estaban haciendo una prueba de seguridad y los controles no respondieron adecuadamente”.

El ingeniero nuclear escarba en los álbumes. Muestra fotos de él posando en una efervescente Prípiat. Él casándose. “Dos de los operadores que estaban en el reactor IV eran amigos míos y fueron a mi boda. Ambos murieron aquella madrugada. Los recuerdos me invaden a diario. Chernóbil es, aunque no lo quiera, el principal dominante de mi vida”.

Treinta años después el "sarcófago" ya presenta fisuras. Para 2017 una gigantesca arca de concreto reforzará al menos por 100 años más al reactor colapsado. Mientras tanto, Alexey Breus siente tristeza, a veces ansiedad, como lo dice la frase del museo. Y vuelve a hablar de su “Titanic”. Destaca los breves trazos azules. “Hay esperanza. El mundo debe conocer del peligro nuclear. En 1986 fue Chernóbil; en 2011, Fukushima. Ninguna muerte más por la radiación”. Regresa la mirada a las fotos de los caídos. Luego, abre su billetera y muestra la imagen de un bebé rubio que carga en brazos. Es su nieto. “Se llama Alexey, como yo… Quiero que sea artista”. Ni siquiera entonces deja escapar una sonrisa.

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