Un pequeño pero mega diverso país, “pluriétnico y multicultural” conforme lo dicta nuestra carta magna, constitución política que dicho sea de paso la hemos refundado ya en unas 20 ocasiones a lo largo de nuestra historia, siempre con el afán del borrón y cuenta nueva y con el anhelo de alcanzar el desarrollo y plena convivencia social. Por esto, luego de tanto intento fallido me decanto a pensar que propiamente este no ha sido un problema de falta de leyes, si algo podemos pecar es de tener una sobre regulación.
Para mí, el problema se da cuando el tejido social se rompe, entre otras cosas, cuando terminamos de entender (por las malas) que pese a lo que pueda decir la letra escrita, al final terminamos no siendo iguales y sí, unos siendo más iguales que otros cuando tenemos que enfrentar a la ley y al -dependiendo del prisma en el que nos encontremos- temido o no, actual Estado de derecho.
Me temo que así seguirá siendo y se profundizarán aún más estos terribles comentarios que afirmo, mientras prime la impunidad entre quienes delinquen, se otorguen antojadizas amnistías políticas a quienes pretenden imponer su agenda a través de la violencia en las calles, y de quienes gracias a su parentesco o compadrazgo se favorecen constantemente en la contratación pública, porque todavía son muchos quienes sin tener un compás moral, ostentan cargos con poder.
La pluriculturalidad, lo que debería ser nuestra arma más poderosa, nuestra máxima virtud y carta de presentación positiva ante el mundo, terminó carcomiéndonos tal como lo describe Kafka en su libro “La Metamorfosis”. Tal vez, por eso, un mejor anacronismo sea describirnos sí como diversos, juntos casi por obligación, pero eso sí, sin mezclarnos. Y por esto, aprovechando esta coyuntura de desunión y de debilidad institucional, reaparecen convenientemente fantasmas del pasado que nunca se fueron y que quieren lucrar de esta coyuntura.
Regresan por ejemplo las ideas del federalismo como panacea para el bendito anhelo del desarrollo y la plena convivencia social, que no son más que intentos muy bien organizados de parte de sectores políticos que quieren aprovechar para recuperar espacios perdidos de poder, sin desmerecer a sectores bien intencionados de la población que legítimamente creen en este cambio de Gobierno, y por lo tanto, esto merece un mayor debate.
Por esto, mientras la desnutrición crónica infantil supere el 30% de la población indígena dentro de la periferia y el 84% de los ecuatorianos nos manifestemos como desconfiados en las instituciones políticas y del Estado, jamás podremos hablar de paz social.
¿De qué nos sirve seguir creyendo que el problema es de falta de leyes, cuando el 86.5% de los ecuatorianos desconfiamos de nuestra función judicial? Lo primero entonces, es entender que tenemos que cambiar de operadores. De acuerdo a Ipsos, el 95% de los ecuatorianos desconfiamos plenamente de nuestra clase política, es imposible, por lo tanto, hablar de cambios estructurales y de fortalecimiento de nuestros cimientos si no empezamos por el comienzo, teniendo representantes que hagan honor a esa palabra.
Más que hablar de una reforma profunda al sistema de Gobierno y pasar a ser una federación, un principado, o lo que se les ocurra a nuestros actuales políticos, si las personas no confían en ellos, seguiremos inmersos en esta eterna y cada vez más profunda inestabilidad. ¿Que tal si hablamos entonces de cómo cambiar la raíz del problema y analizamos cómo lograr el tener mejores partidos y movimientos políticos? Es ahí, en donde debería enfocarse el verdadero debate público.