Brasil y China tienen una de las relaciones comerciales más dinámicas del mundo. En apenas dos décadas, la balanza comercial ha crecido más de 20 veces hasta alcanzar los 150.000 millones de dólares en 2022. Son unos lazos proficuos para Brasilia, que tiene un superávit de 30.000 millones. Con todo, este comercio no está exento de nebulosas, ya que la producción de ganado y de soja causan deforestación en la Amazonía. Si Pekín no actúa para sanear sus cadenas de suministro, el gigante asiático puede consolidarse como un vertedero de productos contaminados por la destrucción medioambiental y los abusos sociales.
El pasado marzo, poco después de que el presidente brasileño, Luiz Inácio Lula da Silva, tuviera que posponer su visita a China por problemas de salud, aterrizó en Pekín su ministro de Agricultura, Carlos Fávaro. Acompañado por casi un centenar de empresarios del sector agropecuario, Fávaro tenía la crucial misión de convencer a China para que aumentara sus compras de carne bovina.
Apenas 24 horas después, China satisfizo sus demandas con dos decisiones de calado. Pekín anunció, por una parte, que levantaba el embargo a la carne brasileña impuesto en febrero como consecuencia de un caso de ‘vaca loca’. Por otro lado, las autoridades fitosanitarias concedieron la licencia exportadora a cuatro nuevas plantas cárnicas. Ya son treinta los mataderos brasileños habilitados para vender cortes al gigante asiático, un tercio de ellos localizados en la Amazonía. Otros 50 aguardan la luz verde de Pekín. En 2022, Brasil duplicó sus ventas anuales de carne bovina a China, que pasaron de 3.906 millones de dólares a casi 8.000.
A finales de abril fue el propio Lula, ya recuperado, quien viajó a China acompañado de una amplia delegación ministerial y parlamentaria. El punto fuerte de la visita se vivió en el Palacio del Pueblo, donde Lula se reunió con el presidente Xi Jinping y dio una serie de declaraciones sobre la invasión rusa de Ucrania y la influencia internacional de Occidente que inquietaron en Bruselas y Washington.
“Nadie va a prohibir a Brasil que profundice su relación con China”, dijo Lula, que recordó que “el valor de nuestras exportaciones a China es mayor que la suma de nuestras exportaciones a Estados Unidos y a la Unión Europea”.
Ambos países suscribieron una quincena de acuerdos, así como una decepcionante declaración conjunta sobre el cambio climático en la que no se mencionó ni una sola vez la Amazonía. De esta forma se pasó por alto el rol que China tiene en la destrucción —o la salvación— de la mayor selva tropical del planeta.
En 2022, Brasil vendió a China bienes por valor de 90.000 millones de dólares. El 56 por ciento de ese monto correspondió a productos agroalimentarios, lo que hacen de Brasil el mayor suministrador de productos agrícolas de China, con una cuota de mercado del 21 por ciento.
La seguridad alimentaria es un aspecto central en la estrategia nacional de cualquier país, pero en el caso de China tiene una significación aún mayor, pues todavía está vivo el recuerdo de la Gran Hambruna de 1960, cuando entre 20 y 45 millones de personas murieron por las desastrosas políticas agrícolas del Gran Salto Adelante. Por eso, si China pudiera, sería autosuficiente. Pero no puede. Controla apenas el seis por ciento del agua dulce del planeta y el nueve por ciento de la tierra arable. Dos factores añaden presión a este desfavorable cuadro para el segundo país más poblado del mundo: el aumento de la demanda de carne, cuya producción requiere más recursos, y la reducción del área cultivable como consecuencia de la rápida urbanización (en la última década, China ha perdido un seis por ciento de sus tierras arables, según estudios recientes.)
La commodity agrícola de la que Pekín más depende es la soja, cuya producción requiere grandes cantidades de agua (entre 1.300 y 2.300 toneladas por cada tonelada). China utiliza esta leguminosa altamente proteica para producir aceite de cocina y tofu, además de snacks. Pero la razón que explica que China importe decenas de miles de millones de dólares cada año (cerca del 85 por ciento de toda la soja que consume, según datos oficiales) es la fabricación de harinas y piensos para alimentar a su ingente sector porcino.
Todo lo anterior explica que el año pasado casi 40.000 millones de compras chinas a Brasil fueran de soja y carne. Este comercio sería un ejemplo de cooperación win-win, en la jerga de la diplomacia china, si no fuera porque no se sabe exactamente cuánta de esa soja y sobre todo de esa carne está libre de deforestación. Investigaciones de la organización Trase, que analiza las cadenas de suministro a escala global, señalan que 230.000 hectáreas de selva brasileña estarían en riesgo por la destrucción que causa la demanda china de soja.
La situación de la industria ganadera es aún más preocupante. Estudios demuestran que mafias ganaderas son las causantes de la mayor parte de la deforestación amazónica, que sigue a niveles récord en pleno gobierno de Lula. Esto es así porque esas mafias, que alegan ser meras asociaciones de ganaderos, se apropian de áreas de selva de titularidad pública, talan y queman el bosque, falsifican documentos catastrales y luego forman pastos para producir ganado.
Este predatorio proceso de apropiación ilegal del patrimonio público se conoce en Brasil con el nombre de grilagem. También conlleva violencia y la expulsión de pequeños campesinos y comunidades indígenas. A quienes se oponen les espera la ley del gatillo. No por casualidad la Amazonia brasileña es la región del planeta donde más ecologistas han sido exterminados en la última década. Según Global Witness, 290 activistas fueron asesinados desde 2012 en la Amazonía.
Como mayor comprador de commodities amazónicas, las empresas estatales chinas del sector agroalimentario que operan in situ para garantizarse el suministro de soja, como COFCO, pueden implementar mecanismos transparentes que garanticen la trazabilidad de los productos y permitan dejar fuera del mercado a las mafias medioambientales.
Es posible hacerlo. La Unión Europea se presta a implementar una ley que obliga a las empresas que venden en el mercado común a demostrar que commodities como el aceite de palma, la soja y la carne no han sido producidos en tierras deforestadas después de 2020. Se espera que Estados Unidos y Japón sigan la estela de Europa e implementen leyes similares.
Xi Jinping también debe dar un paso al frente y presionar a Lula para que cumpla su compromiso electoral de erradicar la deforestación ilegal para 2030. China también debería contribuir con el Fondo Amazonía, creado por Lula en su anterior administración para recibir financiación destinada a sufragar las costosas operaciones de preservación de la selva. Noruega y Alemania ya han donado cientos de millones de dólares, mientras Estados Unidos y Reino Unido prometieron en mayo futuras aportaciones de 500 y 100 millones de dólares, respectivamente.
Muchos proyectos chinos en el extranjero muestran un patrón común: bajos estándares y malas prácticas. Su impacto en la Amazonía, donde China prioriza su seguridad alimentaria, es directo y preocupante. Por ello, debe exigirse a Pekín que tome cartas en el asunto.
La alternativa es seguir ignorando el problema y, por medio de compras masivas, fomentar una economía criminal que destruye el medioambiente e inflige sufrimiento a las poblaciones locales. Como en muchas otras regiones del planeta, China se juega en la Amazonía su credibilidad. De lo que haga depende que sea reconocida como una potencia responsable o como una mera autocracia que apenas persigue sus propios intereses.
Heriberto Araujo es periodista especializado en Brasil y en la internacionalización de China y colaborador del proyecto Análisis Sínico en www.cadal.org . Su último libro, sobre la destrucción de la Amazonía brasileña, es Masters of the Lost Land: The Untold Story of the Amazon and the Violent Fight for the World´s Last Frontier.