Para Fernando existe una pregunta imposible de contestar: ¿Quién eres? Este niño disfrazado de adulto es periodista de investigación, historiador, escritor, arquitecto, escultor y pintor. Siempre fue inquieto y curioso, tiene la sensibilidad de su mamá y abuela poeta. De ellas heredó la fascinación por las historias bien contadas, la simbología, los cuentos y las palabras que cuestionan. Fernando habla como si la vida fuera una aventura escrita por Jules Verne e Isaac Asimov que solía decir: “La humanidad siempre va a encontrar una nueva manera de complicarse la vida”. Desde chiquito intentó comprender la marcha del mundo dibujando y pintando. Lo sigue haciendo en su cuarto-taller. Al pie de su cama, tarros de acrílico y tubos de oleo parecen anunciar la creación de una nueva obra...
Fernando estudió en casa y solo iba al colegio para dar los exámenes. Viajando entre Uruguay y Ecuador fue un estudiante “Home School” y como si fuera un desafío más de la vida su profesor era ruso: “En las tardes jugaba pelota con los vecinos de Guayaquil y luego me aprendía los cantos rusos, las estrategias del ajedrez y los clásicos de Tolstoi. En mi niñez nunca me faltaron libros, acuarela ni papeles”, acota el hombre que pudo crecer con los consejos de Enrique Tabara, Ramón Sonnenholzner y Héctor Ramírez. “Mientras el uno me enseñaba el manejo de los colores, el otro dibujaba y me contaba lo importante que significa ser artista... pero todos me dieron una misma enseñanza: ¡Se tú mismo!”.
Fernando sigue creando y mientras los años pasan, más siente que el arte es su estilo de vida. “El arte es una profesión y nunca debe ser mecánico. Me divierto con los colores, juego con los materiales y los mensajes ocultos que están presentes en todas mis obras como son la rueda como símbolo del infinito y el molino del Quijote entre otros”, relata el hombre que dio vida a dos de sus trabajos más destacados en el año 2019: el diseño y elaboración de las obras artísticas del parque Jerusalén, en Urdesa, y a ‘Guayaquil masónico’, la muestra con la que buscó recuperar el significado de los símbolos de la logia.
Durante la pandemia Fernando participó en la exposición virtual ‘Arte en cuarentena/Producciones desde el encierro’ y pintó a doce apóstoles en la cúpula del museo PHI del parque cultural Garza Roja. Nunca dejó de crear como una obsesión para sentirse cada día más vivo hasta que en medio de la ansiedad apareció el rostro de su abuela Mireya Romero Plaza como una deuda pendiente. Debía cumplir la promesa que se había hecho a él mismo cuando falleció en 2014, a los 84 años: ofrecerle la eternidad a través de una exposición. De repente Mireya era el único rostro femenino que inmortalizaba en sus lienzos hasta que la destacada escritora ecuatoriana y activista en la década de los 50 y 60 se convirtió en ‘Nona’, una muestra que Fernando presentó el año pasado en la sede centro del Guayaquil Tenis Club.
Hoy en día Fernando sigue inquieto. De cada lectura surge una historia que plasma en una obra. Sobre la repisa de su cuarto repone la escultura “El niño sosteniendo el violín”, basado en el poema “El violín de Yanko”. La realizó hace 20 años como una evidencia de que el arte es un impulso vital y que la fatalidad no existe.
Termina la entrevista, camino hacia la puerta de salida. En las paredes Mireya, Don Quijote y el Principito vestido de soldado parecen mirarme con compasión. Sus ojos grandes contemplan una rayuela, un barco y un camión de bombero. Todos cuentan la historia de Fernando Insua, un eterno niño de 35 años.