Roberto Izurierta: “Tenía 19 años y yo ya era ilegal (en Ecuador)”
“En todos esos años hasta 1997 la homosexualidad era un delito tipificado por el Código Penal con cuatro hasta seis años de cárcel. Nadie estaba dispuesto a pagar esa condena. Así que éramos todos ilegales”.
Roberto Izurieta, nuevo Secretario de Comunicación de la Presidencia, recientemente fue víctima de ataques homofóbicos en redes sociales, tras viralizarse una imagen suya junto a su esposo, Paul Quirck, entrando de la mano a la ceremonia de posesión de Daniel Noboa el pasado 23 de noviembre.
“Por más que fui perseguido, discriminado, intimidado y algunos hasta trataron de humillarme (cosa que nunca lograron), este artículo es solo mi vivencia”. Al recordarse 26 años de la Despenalización de la Homosexualidad, Vistazo reproduce esta columna escrita por Roberto Izurieta en julio de 2023, en la que recuerda su juventud en Quito, en los años que personas de la diversidad sexual eran llevadas a prisión con condenas de hasta 6 años.
∞ "Tenía 19 años y yo ya era ilegal", artículo publicado el 20 de julio de 2023 en la edición 1343 de Revista Vistazo:
El gran objetivo de esa noche no era la búsqueda de mi sexualidad: eso ya lo tenía claro. La búsqueda era encontrar ese bar clandestino donde había música fuerte y baile. En 1982 era muy difícil encontrar ese lugar clandestino que era el primer bar gay de Quito. Había otro de más fácil acceso, pero era una especie de bar híbrido: un bar pequeño al lado de un restaurante. Se llamaba el bar de Ana María. Ana María era una mujer robusta. Muchos especulaban si era una travesti: no lo era. Eso sí, tenía un pelo negro que era la envidia de cualquiera. Mi único debate era si era una peluca: nunca me atreví a preguntárselo porque Ana María era fuerte y lo sabíamos porque muchas veces cuando se acercaba la Policía amenazadoramente, ella era la primera en salir a defender su bar y a todos nosotros: era una suerte de madre protectora. Un día, no fue exitosa, los policías entraron y mi amigo Jorge alcanzó a salir corriendo perseguido por la Policía.
Finalmente, uno de mis mejores amigos, James, ofreció llevarme a conocerlo. Primero como era casi un ritual en la comunidad, comenzábamos la noche saludando a Ana María y a los nuestros. Era como si Ana María nos contaba antes de salir de farra. En realidad, nos cuidaba mucho. Luego del segundo trago, llegó otro buen amigo, el creador de “Las Marujas”, y nos fuimos a ese lugar prohibido conocido por pocos y de tan difícil acceso como entrar al mismo Club de la Unión. Yo no cabía de mi entusiasmo: por fin conocería las aguas profundas de ese mundo, que sin conocerlo ya era el mío, el mundo underground de la fiesta gay.
El bar quedaba muy escondido en una cuadra oscura del barrio La Mariscal de Quito y entrar requería el beneplácito del guardián de su puerta. Víctor cuidó de esa puerta por casi 40 años. Él nos vio crecer a todos y supo guardar nuestro secreto. A diferencia del bar de Ana María, esta discoteca era mucho más atrevida y por lo tanto objeto de muchas redadas de la Policía. Cuando la Policía lograba entrar de ahí venían las corridas y el “sálvese quien pueda”. En todos esos años hasta 1997 la homosexualidad era un delito tipificado por el Código Penal con cuatro hasta seis años de cárcel. Nadie estaba dispuesto a pagar esa condena. Así que éramos todos ilegales.
Se abrió la puerta negra de ese bar y al verlo no contuve mi decepción y le dije a James y a Luis Miguel con total claridad: “esto es un hueco!”. Claro que sí, me respondieron, y desde ese entonces, lo llamábamos “El Hueco”. Si hay algo de esos años de lucha que siempre reclamaré mi autoría, es de haber apodado a ese histórico lugar con el nombre de El Hueco. Es que era un hueco y también un refugio. El Hueco era un garaje oscuro que se extendía hasta el fondo del patio de la casa de su dueño, Víctor.
El bar tenía unos tres metros de ancho y unos 20 de largo. Primero la barra, donde atendía el mismo Víctor, un ícono y pionero de la comunidad, pero sobre todo un gran emprendedor: siempre hizo buen negocio. Luego se pasaba por unas pequeñas mesas en fila donde solo se podían sentar tres porque el cuarto espacio era el pasillo para llegar al fondo del bar, la joya de la corona: una pista de baile del tamaño de un cuarto de media plaza donde todos sudábamos con esa humedad de tanto baile que luego de ya haber pasado por tanto, poco nos importaba en ese entonces.
Solo se tocaba música popular. Casi nadie en realidad la sabían bailar bien sin ser que sea un escapado de Guayaquil (que pasaba de vez en cuando) porque Quito, Luz de América, fue pionero en tener su primer bar y disco gay en Ecuador. Hicimos lo que podíamos. Colombia ya se había adelantado con muy buenas discotecas gays como algunos aventurados dábamos testimonio de nuestros viajes en bus hasta Cali.
El bar, la comunidad y el negocio fue creciendo y se veía cómo El Hueco agregaba cada año parte de la casa de Víctor para agrandar el bar y así acoger a todos los que venían del centro, del sur y del norte de Quito. Como todo negocio informal, ese era un matadero: ahí pasaba de todo. Debo reconocer, quizás porque uno no se da cuenta de lo que no se da cuenta, que nunca vi mucha droga: es más, nunca vi nada de drogas: ahí era música, encuentro y si tenías suerte algún toqueteo.
El Hueco era un bar duro, objetivo fijo de la Policía casi todas las semanas, pero ellos eran parte del negocio. Cobraban su parte y nos dejaban bailar toda la noche. Cuando las cuentas no cuadraban, usaban la presión. Primero era un policía y todo se arreglaba; si llegaba el patrullero, la cosa se ponía tensa, pero cuando realmente no llegaban a un acuerdo “justo”, venía el camión y todo terminaba ahí. Muchas vidas se arruinaron en ese camión. Una vez adentro terminaban en el trágicamente famoso penal García Moreno. De ahí, era el fin de una manera u otra. Un buen amigo mío, salió del penal el tercer día y sus padres lo pusieron en un avión y lo mudaron a vivir a Miami. Era una suerte de vergüenza familiar, que ese tipo de familias no podían soportarlo.
Pero eso solo les pasaba a los más privilegiados, dolía más cuando uno de nuestros amigos de El Hueco era expulsado por su propia familia cuando se daban cuenta que era homosexual. Todos lo ayudábamos a conseguir casa porque ahí, no solo éramos amigos, conocidos o amantes, sino que ya formábamos una comunidad clandestina muy solidaria. Generalmente lo sumábamos a otro que haya sido expulsado antes; los ayudábamos a conseguir trabajo, cosa que era fácil, porque éramos guerreros muy comprometidos con lo que éramos y amábamos la vida. De todos los que recuerdo, todos salieron adelante. A mí no me expulsaron de mi casa. Mi madre me lo hizo saber, como era ella, muy elegantemente. Cuando ella se dio cuenta que mis salidas con Fausto eran cada vez más frecuentes, un día me dijo de frente, “si yo tuviera tu edad me casaría con Fausto”.
Todo estaba resuelto en mi casa y desde allí, en mi casa frecuentaban libremente todos mis amigos de la comunidad, con la libertad que pocos tuvieron: el privilegio de tener, de lo que era en realidad un derecho. (Este artículo forma parte de testimonios de personajes destacados del proceso de despenalización de la homosexualidad en Ecuador, recogidos en un libro que Fundación Ecuatoriana presentará con motivo de los 26 años del hecho).
La traducción textual de la palabra inglesa gay es ser “alegre y divertido” y la canción de Wilfrido Vargas era nuestro himno en El Hueco. Eso era el éxtasis de la noche que solo podría ser sustituida por el Chulla Quiteño en las fiestas de la ciudad, que eran las más populares del año porque ahí sí llegaban, no solo los camiones de la Policía, sino los buses desde Guayaquil. A los de Guayaquil los identificábamos al instante porque nunca tenían un lindo sweater (incluso los más guapos) y porque realmente sabían bailar bien. Eran la envidia de todo quiteño, por eso, llegar a tener un amigo de Guayaquil era más prestigioso que llegar en auto propio.
Luego vino otro gran emprendedor, en este caso del sur de Quito que siempre ha dado muchas lecciones al resto de la ciudad, y abrieron la primera gran discoteca gay que era muy decente. No podíamos ir todos los fines de semana porque eso era para nosotros territorio extranjero: aún no había el Trole y llegar al sur y volver era realmente un viaje más difícil que llegar al terminal de buses de Transporte Ecuador que estaba en la misma Mariscal. Pero lo hacíamos. Para los del norte de Quito, los del sur eran siempre más berracos. Era una mezcla de Quito, Guayaquil y todo el Ecuador: eran más extrovertidos, entradores y conquistadores. Pero el viaje era más difícil que el placer, sobre todo para volver.
Los lugares gays abrían y cerraban pues los impuestos informales eran muy difíciles de negociar. Uno de esos era un lindo bar a una cuadra de la Universidad Católica que terminó su negocio luego de una agresiva redada policial. Llegó sorpresivamente, no un camión sino dos: ¡todos presos! Yo estaba allí con el cónsul de Venezuela y el jefe de USAID. Habíamos llegado en un Mercedes-Benz de placas diplomáticas. Ellos llevaban consigo su pasaporte y sabían que no los tocarían, pero no sabían qué hacer con nosotros y antes que tomen cualquier decisión yo les propuse: “dame la llave del auto, nos ponemos en la fila al camión y corremos al auto; si nos atrapan, nos atrapan; pero la única forma de salvarnos todos es llegar los seis a tu auto”. Los amigos diplomáticos, tomaron el valor de acompañarnos, nos pusimos en la fila y justo antes de subir al camión, yo les di la señal de correr al auto. Amo la tecnología, porque era el primer auto que conocía que no tenía llave sino botón remoto.
Abrimos el auto remotamente y nos subimos los seis corriendo. La Policía estaba furiosa y agresiva con nosotros y ahí sí, los dos diplomáticos, con mucha firmeza le dijeron: “este auto es diplomático y no lo pueden tocar, ni a ninguno de sus pasajeros, ábranos paso que nos vamos de acá”. Nos fuimos dejando atrás amigos y compañeros. Fue una noche muy triste, como triste y trágica fue para todos los que cayeron esa noche.
Ahí comenzó la concientización: no por lecturas sobre la libertad o los derechos, que no los conocíamos (al menos yo), sino a fuerza de cansancio de la persecución de cada fin de semana. Desde esos años yo aprendí que no podía entrar a un lugar sin saber cuál era la puerta o ventana de escape. Un grupo de amigos comenzó la lucha para terminar con esa persecución. Nuestro centro de inspiración y cuartel de guerra era un bar hetero de artistas, músicos y progresistas que quedaba al otro lado de La Mariscal (el lado bueno). Ese bar era El Pobre Diablo. Ahí nos reunimos y nos organizamos. Yo no fui de los grandes, los grandes fueron todos los demás. Recolectábamos firmas y luchábamos por el reconocimiento, no del derecho al matrimonio o cualquier otro, sino para que simplemente dejen de meternos presos por ser lo que somos.
Yo estaba en otras luchas políticas y como tal, los conocía a todos y todos me conocían. Eran los años del “Don’t ask, don’t tell”. Cuando se da la primera reforma importante del Código Civil, casi todos los intelectuales, profesores universitarios y progresistas de toda tendencia, acordaron eliminar el artículo 516 inciso primero del Código Penal del Ecuador. El alcalde de la ciudad, se reunió conmigo y me dijo: “¡yo sé que tú y tus amigos se están organizando y lo mejor para que esto pase es pasarlo callado y lo van a lograr!, pero ayúdennos a no levantar la polémica”. Yo estuve de acuerdo y lo conversé con los que pude. Unos estaban de acuerdo y otros no. No los juzgo porque ellos tenían razón, pero la estrategia propuesta por estos líderes políticos e intelectuales logró pasar la reforma penal y ya no nos apresaban más. Luego, yo ya me fui a los EE.UU. y los demás siguieron esa verdadera lucha que es por los derechos fundamentales y nuestro justo reconocimiento. Les agradezco infinitamente. Yo hice lo que pude y no lo mejor que pude.
No éramos muy orgánicos, pero tampoco anarquistas; por eso, esto no es una historia sino mi testimonio. Por más que fui perseguido, discriminado, intimidado y algunos hasta trataron de humillarme (cosa que nunca lograron), este artículo es solo mi vivencia. Gay significa ser alegre y es lo que significó para mí desde esa primera noche que fui al bar de Ana María y conocí El Hueco con grandes amigos de la vida. Yo fui un hijo del privilegio desde ese día que mi madre conoció a Fausto; y con profundo dolor y respeto rindo un justo homenaje a todos aquellos que como esa noche de redada quedaron atrás mío. Les pido su perdón: hermanos y compañeros.