La vida en 42 segundos

Redacción

La noche del sábado 16 de abril armamos viaje junto al equipo de Visión 360 de Ecuavisa. No dormimos. No podíamos. Desde aquella noche el sueño es difícil de conciliar. Dejamos Guayaquil. En el camino, Iván Maestre, Tito Mite, Carlos Sacoto y yo comentábamos las fotos nocturnas que habíamos visto, enviadas por amigos y familiares que tenemos en Manabí. “Grave parece la situación”, concluimos. Pero la realidad nos desbordó, sobre todo al amanecer. Llegamos a Portoviejo y lo que vimos en los siguientes días todavía resulta difícil de plasmar en letras.
 
Si la tragedia en Ecuador tiene una estampa, está en el centro de Portoviejo, cuyas principales edificaciones se han desplomado. Las calles, intransitables, cubiertas por toneladas de estructuras colapsadas parecen una escena de guerra. Si la tragedia tiene olor, está aquí mismo: esa mezcla de polvo, escombros y cadáveres en proceso de descomposición. El corazón histórico, comercial y financiero de la capital de Manabí se ha transformado en zona de muerte.
 
Fotos: Emilio Daniel García
 
Bajamos de la camioneta. Y ser periodista a veces duele, porque la gente, desesperada, se abalanza a pedirte ayuda. No comprendía lo que gritaba Isabel Quijije. En llanto, la mujer de 40 años y piel tostada me gritaba que su familia estaba atrapada. No entendía. Veía un edificio a medio colapsar. Pero dos de los cinco pisos estaban enterrados. 
 
Isabel, falda larga, camiseta gris y gruesos lentes, escarbaba entre hierros retorcidos y toneladas de ruinas. “¡Allí están, allí están! ¡Por este huequito veo la pierna del niño!”. Más gritos. Más lágrimas. No terminaba de asimilarlo. “¡De aquí los veo! ¡Ese es el brazo de mi ñaño!”. Allí, bajo las ruinas, funcionaba una farmacia, a la que llegaron a comprar el hermano menor de Isabel, Junior, de 29 años; su esposa Ileana, de 27. Y el hijo menor de ambos, Santiago, de 2 años. Solo aquí murieron seis personas. 
 
 
Ha sido un desafío informar. No solo por las limitaciones técnicas, sino por el shock de encontrarnos con un escenario impensable, ni siquiera en los pensamientos más pesimistas. Entre nosotros, no lo comentamos. Simplemente, trabajamos sin parar. Para Iván, seguramente, ha sido más difícil. Ha vivido en esta capital 31 de sus 34 años. Yo nací en Chone, pero en Portoviejo está parte de mi corazón. Trabajé aquí algo más de un año. 
 
Manabitas que vuelven a su tierra y la encuentran irreconocible. Pero no es necesaria la procedencia para sentir el dolor. Un hondo golpe que no lo digieres por la vorágine del oficio, buscar historias y luego escribirlas. Estás a mil, aunque hay momentos que te quiebran. 
 
Llegamos a la avenida Pedro Gual. Por ella manejaba todos los días de 2004 a 2005, cuando era editor de Diario La Hora. La conocía muy bien. O al menos lo que dictaba la memoria: tráfico intenso, comercio efervescente, gente por doquier y el típico habitante que reía escandalosamente en la calle, echado a la broma. Pero hay algo que no se puede comprender: encontrar la oficina donde te reunías todos los días con el grupo periodístico convertida en una montaña de escombros y hierro retorcido. 
 
 
Caminaba, preguntaba, recababa información… preso de la inercia. Anotaba todo sin parar en la libreta naranja del canal. Al pie del mítico edificio del IESS, que ocupaba toda una manzana, estaba Jaime Ugalde, editor de El Diario, el periódico más importante de la provincia que ese domingo no circuló. Un hecho sin precedentes en sus 82 años de historia. Era imposible imprimirlo por la secuelas del terremoto. Tampoco pudo estar al aire la radio (Amiga) ni el canal del mismo grupo editorial (Manavisión). Algo grave estaba pasando para que la voz de Manabí se silenciara un domingo. 
 
“¡No lo puedo creer! ¡No lo puedo creer! Tenía que venirlo a ver yo mismo”, decía, abrumado, Jaime Ugalde. Con sus manos se agarraba la cabeza. ¡Esto no puede ser! ¡Esto no está pasando!”. Nos vimos fijamente. Él lloraba, pero debía seguir trabajando. ¿Por qué, carajo, no me puedo dar la licencia de quebrarme cuando trabajo? Me despedí de Jaime y recuerdo lo que me dijo al estrechar su mano. “Ahorita vuelvo a la casa, para abrazar a mi esposa y mis dos hijos. Estamos vivos de milagro”.
 
Ese domingo parecía interminable. Había tragedia en cada esquina. Al mediodía ya me sentía abrumado. Lo que más me impactaba era ver ataúdes en las calles, en especial unos de color blanco. Unos muy pequeños. Me acercaba a preguntar y la respuesta me aniquilaba. Ataúd para Matías, de apenas ocho meses. Él, su hermana mayor y sus padres murieron aplastados por la estructura del Hotel El Gato. El terremoto los sorprendió en un semáforo en rojo. Allí se detuvo la Chevy Blazer en la que iban. Allí también se detuvo su vida.
 
 
En la morgue, más ataúdes. Muchos blancos. El niño Miguel; los bebés Yandri, Josué, Juan Carlos. Los dejé de contar. El color de su última morada, blanca. Pureza. Los pequeños hijos de Portoviejo que se llevó el terremoto. 
 
Entiendes entonces lo que significa la vida en 42 segundos. La vida y la muerte. Solo eso duró el sismo. Toda una existencia. La vida en 42 segundos… 
 
Un domingo eterno terminaba. En la madrugada del lunes iniciamos nuestro retorno a Guayaquil. No dormí. Era imposible. Pensé: mejor estar lejos de tanto dolor. Es difícil sobrellevarlo. 
 
A media mañana del lunes dos llamadas telefónicas. La de mi jefe y maestro de Ecuavisa pidiéndome un informe especial. Luego, la AP preguntándome si podía volver a Portoviejo. Regresé. A hacer lo que más me gusta, pero también, en ocasiones como esta, lo que más duele. Casi cuatro días en medio de un panorama desolador: gente durmiendo en la calle, saqueos; más cuerpos encontrados (a decir verdad, lo que quedaba de ellos). Padres, tíos, hermanos o amigos escarbando con sus manos. Rescatistas confundidos, que no sabían por dónde empezar. Imposible saberlo: todo era zona cero. 
 
Nada qué comer, nada qué beber (al menos las primeras horas). Tanques de guerra. Y ese olor aterrador que se impregna hasta en el último reducto del alma, ese olor que significa muerte. Cuatro días de cobertura en un panorama así es demasiado, sobre todo, porque te niegas a admitir la desgracia y prefieres quedarte con aquel recuerdo de la ciudad que te acogió. Ese Portoviejo donde fui feliz. 
 
 
A veces sentía que, en vez de trabajar, tenía que ir a los albergues y otras áreas afectadas a ayudar. Pero también comprendí la esencia de este oficio: contar la historia al planeta entero también es importante. Al conocer los hechos, habitantes de Ecuador y el mundo se han movilizado. Y es cuando sientes que Manabí no está sola. ¡El mundo te abraza, provincia mía! 
 
Tal vez no he tenido tiempo de llorar. Este viernes 22 de abril, que estamos cerrando el especial de Visión 360 para este domingo, me he tomado una hora. Estas líneas son una catarsis. Y, mientras escribo, la tierra no para de temblar. Van más de 600 réplicas. En cualquier lugar de Ecuador, el corazón está en vilo. Carlos Jijón, director de La República, me animó a redactar esta columna. También Alina Manrique, directora de Ecuavisa.com, mujer sensible y mi hermanita menor. Y sentado frente al teclado recuerdo una de las obras del austriaco Peter Handke, cuando él admitía: “Estas historias tienen que ver realmente con lo que no tiene nombre, con segundos de espanto para los que no hay lenguaje”. 
 
 
Es verdad. No hay lenguaje. Segundos de espanto. Esta columna pretendía ser breve, pero las palabras no alcanzan. Cuando salía de la capital manabita, anoté una líneas en aquella libreta naranja: “Portoviejo, si no te lo había dicho antes, lo hago esta madrugada que recién termino de recorrer tus calles: cuánto te quiero. Gracias por regalarme una nueva vida hace tantos años. Por darme los mejores amigos y una nueva familia. Por hacerme más periodista. Hoy, ciudad devastada, con vidas segadas bajo escombros, pero con gente generosa y de amor infinito. Te levantarás. Volverás a sonreír. Así somos en Manabí: no nos dejamos vencer. Portoviejo, aunque tus edificios se han derrumbado, tu alma está intacta”. No solo es Portoviejo ni mi Chone adorado. Gran parte de Manabí es un amasijo de hierros y pilares retorcidos. Pero, repito, el alma de esta valiente provincia está intacta y lista para levantarse.