Sueños sobre cuatro ruedas
Cuando eran novios, mi papá le decía a mi mamá, que al casarse, él iba a hacer su Maestría en Europa y que luego viajarían en una Westfalia (modelo de carro). Mi mamá asentía con dulzura mientras pensaba cómo lo iban a hacer. La decisión y constancia de mi papá le llevaron a ganar una beca en Roma. Allá llevó sus ahorros de trabajo y cumplió su promesa.
Se casaron un 16 de septiembre de 1972, al poco tiempo viajaron a Roma, mi papá comenzó sus estudios sin dejar atrás la búsqueda de la Westfalia, hasta que en la residencia que vivían en Vía della Conciliazione, en pleno Vaticano, Sor Erengarda, quien era la madre superiora de la residencia en la cual vivían, le dio la noticia de haber encontrado la ansiada Westfalia en el Convento de San Agustín; era de un sacerdote que se regresaba a Canadá.
Fue así como comenzó su primera travesía, con gran dosis de ilusión. Emprendieron su viaje encantado, que se resumía en vivir en 2,50 x 1,50 mts y contenía todo lo necesario: cama plegable, cocina, agua, mesa... Ellos pusieron lo que faltaba: amor y respeto. Siempre seguían caminos secundarios con la guía Michelin. En esa época no había GPS, así que el instinto los llevaba a parquear en el lugar más seguro posible. Es increíble escuchar las historias de la Westfalia que se llamaba “Pétula” en honor a un personaje ficticio que representaba mi mamá. Hasta ahora, la puede imitar e inventa chistes, canciones e historias únicas.
En su travesía pasaron por varios países europeos y para ganar el pan de cada día, hicieron de todo. Cuenta la historia que por una semana mi papá hizo de botones en un hotel en Londres y mi mamá ayudaba en las habitaciones. Debido a que la mayoría de botones eran japoneses, a mi papá le quedaban los trajes muy chicos, pues medía 1.93. Mi mamá arreglaba las habitaciones con minuciosidad y por eso, hasta el día de hoy, nos dice que dejemos todo ordenado en los hoteles, pues eso habla mucho de los huéspedes. Tuvieron aventuras fantásticas.
En una ocasión, solo una vez, tuvieron una pelea. Cuenta mi mamá que decidió irse mientras la “Pétula” estaba parqueada al lado de la Torre de Pisa. Pasaron unas dos horas y cuando regresó, no estaba ni la Westfalia ni mi papá, quien había planeado asustarla. Ella lloraba en una vereda y él reía viendo esta escena hasta que se acercó tiernamente a ella y decidieron nunca más discutir. Así crecí yo, viendo este ejemplo.
Mi mamá nos cuenta cómo aprendió a vivir con tan poco, con un chorro débil de agua, apreciando cada cosa, y abrazada de mi papá, el mundo era suficientemente completo. En el clóset diminuto colgaba el vestido verde de mi mamá y el terno de mi papá para usarlos en ocasiones especiales como ser invitados al Lido o a la Embajada de Ecuador en Londres, entre otros, porque en esta aventura hicieron maravillosos amigos.
Al regresar a Ecuador, trajeron el carro por barco de carga desde Nápoles hasta Guayaquil, habiendo cumplido su sueño. La “Pétula” sigue parqueada en casa de mi mamá. A pesar de que mi papá se nos adelantó hace muchos años, ese automóvil ha sido cómplice silenciosa de los sucesos familiares y hoy es considerada una reliquia.
“Que nos contentemos con poco” es la lección de esta columna. Con un chorrito de agua, con la luz de la vela, con un fideo caliente, con un vestido verde o un traje elegante, y con un abrazo cálido. A la final... no necesitamos más.
¡Larga vida a la Pétula! Y con ella, larga vida a las historias familiares.