Carta de inicio de año, o recordatorio para frotar la lámpara y llamar al genio con tu nombre
Generar adrenalina. Éste, sí, será el año de... y lo llenas de palabras, de impulsos. Late una idea futura de ti que no has cuestionado. Te estrellas. Esa carrera es insostenible y sientes que las circunstancias tampoco están a tu favor. Si tan solo... y encuentras que no recibes el apoyo que necesitas del exterior.
Me pides que te lo diga cada inicio de año, así que te lo recuerdo: los deseos no se cumplen si primero no estás en una cueva, en un espacio íntimo donde la oscuridad y el silencio te empujan a tantear, entre los cientos de tesoros que no puedes ver, algo que te ilumine. Una lámpara, por ejemplo. Y ahí, en ese espacio de abandono, frotas esa lámpara para sacudir el polvo, para darle calor y buscar una llama. Cuando ves aparecer al genio (quien aparece únicamente en esas circunstancias) solo expresas lo que está en tu corazón: estar, amar, ser.
Relatos como los de Aladino y la lámpara maravillosa te recuerdan que la magia yace en la aventura, el abandono y el autodescubrimiento, no en las certezas, la aprobación externa o en una vida que responde a lo planificado. Te digo más: la Literatura está colmada de historias que abordan esta dualidad. Aun los versos del Arcipreste de Hita en su obra El libro del Buen Amor evocan el desgaste y desconsuelo de seguir principios ajenos a la naturaleza. Ya sea la promiscuidad o el celibato, los amores impulsivos o la abstención de todo amor, lo cierto es que esta obra del siglo XIV se abre hacia la posibilidad de que en ningún extremo se encuentra la verdad. Se cuestionan creencias externas sobre lo que es bello, bueno y deseable. Se discute con el paradigma del Buen Amor. Y como todo buen texto, deja en el lector la última palabra (y eso lo aprecias mucho, lo sé).
El libro Ensayos, de Michel de Montaigne, representa la voz que se alza contra el canon, que abre su propio género. Sus reflexiones sobre la vida política, el tamaño de la nariz o la virilidad no surgieron del abandono en una cueva ni de la tranquilidad para la reflexión que permite, quizás, la vida monástica, sino del benéfico retiro de la vida laboral en un majestuoso castillo. Pero es desde el silencio, de eso que despectivamente a veces llamas ocio, que surge el pensamiento, y con éste, la palabra. Luego, ya sabes, la consecuencia del lenguaje siempre es la realidad. No necesariamente la que deseas en tus momentos de mayor ilusión, nunca la que puedes controlar, pero sí aquella que defines como propia y que reescribes cada vez que vuelves a narrar tu génesis.
Te lo estampó en la cara María Negroni, en su novela El corazón del daño: habitamos en el laberinto de la lengua materna. Te lo habló desde el alemán del exilio la propia Hannah Arendt: solo queda la lengua materna, y renunciar a ella es también cercenar un espacio vital y primario del ser. Así, habitas para siempre en la vasija de tu madre. De esa oscuridad, de ese vientre es que, cada año, renaces y te llamas por tu nombre. Repliégate primero en tus raíces, en tu voz ancestral, en esa cueva – monasterio – castillo, y elévate con tu fuerza vital. Ahora, sí, escribe tus deseos. Late una idea futura de ti que hará posible una nueva historia.