Mi encuentro con Darren Aronofsky
La pluma de Juan Bone.
Tenía diecinueve años cuando vi por primera vez una película de Darren Aronofsky. En ese entonces vivía en Bruselas y el cine era la alternativa al inclemente invierno. Ahora, que han pasado muchos años, y luego de la experiencia de la pandemia, reflexiono sobre las cosas que hacemos para distraernos.
Es insólito el acto de sentarse en silencio al lado de extraños, compartir la oscuridad y el mutismo delante de una pantalla, cuando podríamos hacer lo mismo desde nuestras casas, en calzoncillos y con el volumen que prefiramos. Pero hay algo especial en aquellos lugares donde exploramos lo gregario.
Si extraterrestres nos observasen sentados en el cine, se preguntarían por qué estamos tan quietos, si afuera volamos en todas las direcciones. No sabría como contestarles, tendrían que sentarse entre nosotros. Sería preciso que entren a ver una película o que abran un libro. Ambas acciones se parecen mucho. Lo que no sabrían los aliens, es que si la película (o el libro) es honesta y auténtica, podemos retar a las leyes que nos gobiernan y trasladarnos al mundo que propone.
Enrique Vila-Matas no se equivocó al decir que entramos en la ficción como si fuese un acto de fe. Sabemos que es ficción, y sabiéndolo, decidimos creer en ella. Solo es posible emocionarse con aquello en lo que se cree. En ese entonces no sabía que iría a ver una película de Darren Aronofsky, de hecho, solía comprar un combo en McDonald’s, guardarlo en mi mochila y entrar a ver cualquier film.
Una vez adentro comenzaba la aventura. El cine era enorme, más de quince salas. Iniciaba la primera película y, si no me cautivaba en los primeros minutos, iba a la siguiente hasta encontrar la adecuada. La travesía entre sala y sala era la búsqueda de la Piedra Filosofal.
Llegué a la película “La fuente”, no necesité tiempo para saber que hallé lo que buscaba. Cuando irrumpí en la proyección, las caras del resto de espectadores ya tenían la mueca de la gente embebida por la historia. Hugh Jackman y Rachel Weisz son parte del elenco. Izzy tiene un tumor cerebral y Tommy, un prestigioso cirujano, comienza un viaje por diferentes dimensiones en pos de la fuente de la inmortalidad y la cura de su esposa.
De ningún modo quiero decir que mi situación en ese entonces era tan crítica como la de Tommy e Izzy, pero yo también estaba en una búsqueda. Toda aventura necesita de peligro, de riesgo, de apuestas. Yo me jugaba ser atrapado por los acomodadores, la prohibición de poder ver películas en mi lugar favorito y quedar condenado a otras actividades o al frío de la Grand Place belga.
Ni hablar de la humillación que significa que te boten a media película. Pero ahí estaba yo, persiguiendo el buen cine y luego la eternidad junto Tommy. Su obsesión por encontrar la inmortalidad, aunque parece un lugar común, es un tema trabajado con tanta originalidad que los espectadores no se percatan de obras previas, como: “El hombre bicentenario” (libro de Isaac Azimov y película de Chris Columbus) o “Viejo muere el cisne” (libro de Aldus Huxley).
Con el tiempo descubrí que todos los personajes de Aronofsky sufren obsesiones y fantasías; la palabra es SUFREN, porque se colocan en situaciones decadentes a causa de su obcecación. Nina Sayers (Natalie Portman) se arranca las uñas por su rol en “El lago de los cisnes”; Noé (Russell Crowe en la película del mismo nombre) está dispuesto a matar a su propia familia por obediencia a Dios.
Sus protagonistas llevan su sicología al límite con el fin de alcanzar sus metas. Como Ícaro, empujan los límites de la realidad hasta que el sol derrite sus alas y la caída se hace inminente. Utilizan sus ilusiones (muchos incluso alucinan) como un método para lidiar con el entorno. El problema llega cuando la fantasía, casi siempre perversa, los aísla y destruye. El uso de la cámara, la luz y el sonido, por supuesto, acompañado del tema, hacen que Darren Aronofsky sea un director impresionista. Es decir que, su obra transmite el mundo tal y como los personajes lo experimentan, en un contraste continuo entre la belleza y el conflicto.
Cuando en aquel lugar que me salvó de los inviernos, la película “La fuente”, llegó a su fin, la reacción del público fue notable. En el común de los casos, la gente se sacude los restos de comida, estira el cuerpo y se levanta haciendo comentarios hasta dejar el espacio vacío. Somos pocos los que nos quedamos hasta el final de los créditos, esperando que la sala se deje ver usada y sin la magia de la oscuridad, como detectives que aprecian la escena del crimen. Pero esa vez no fue así. Primero un silencio absoluto continuó luego de varios minutos del fin del último acto. Yo no podía mover un músculo, creo que nadie lo conseguía. Había que esperar a que el alma decidiera volver a sus confines.
Finalmente, todos nos levantamos a aplaudir hasta que nos botaron de la sala con las luces prendidas. Quiero pensar que otros, como yo, fueron a sus casas a meditar sobre la muerte, la inmortalidad, el amor y todos aquellos grandes temas de los que el cine hace objeto. Lo maravilloso del arte es que nos sirve para la vida.
Por Juan Bone - juanbonez1988@gmail.com - IG: @juan_bone_z / Fb: juankbonillaa