UNA TRAVESÍA INTERMINABLE
Ecuador alberga a medio millón de venezolanos, pero miles más cruzan por su territorio intentando llegar a Perú y Chile. Muchos de ellos, por la falta de oportunidades, regresan hacia Colombia e incluso intentan tomar ruta hacia EE.UU. Un éxodo que deja historias difíciles de olvidar.
“Quejarse para que. Pasamos tantas cosas difíciles que a esta altura, estar vivos es lo que importa”. Roiner García es venezolano y tiene 25 años. Cuando lo conocimos tenía pocas horas en el Centro de Alojamiento Temporal “8 de Septiembre” en la ciudad de Huaquillas, frontera de Ecuador con Perú.
“Con mi esposa salimos de Venezuela en 2021 y llegamos a Chile, donde vivimos un tiempo. Allí nació nuestra hija, Leah”. La pequeña, de tres meses, mira a su papá mientras él la besa y le habla con dulzura.
Su esposa Reibimar Bastida llega presurosa para darle el seno. Por unos días tendrán dónde dormir, comer y asearse; saldrán a la calle para juntar dinero e igual seguirán su camino de regreso a Venezuela: irán a ver a sus otras hijas y de allí regresarán a Chile. “Hoy salí a vender caramelos pero no me fue bien, aunque hay días peores. Una vez una señora se acercó y me dijo que no quería caramelos pero que sí quería comprarme a mi hija”.
La desesperación de millones de venezolanos se ha convertido en un negocio lucrativo para algunos y en una oportunidad para propuestas aberrantes de otros.
Por las fronteras se puede cruzar de manera regular o irregular, según la situación de cada persona. En el caso de los venezolanos, muchos de ellos escaparon de su país sin sus documentos personales. Esto los ha obligado en algunos casos, sobre todo por desconocimiento, a intentar ingresar a cada país por trochas (caminos estrechos que sirven como atajo). Aunque esto conlleva riesgos.
Las trochas son tierra de nadie. Mejor dicho, le pertenecen a grupos que extorsionan a quienes cruzan por allí. El “peaje” puede costar más de 20 dólares por persona en cada país en Latinoamérica; sin duda irrisorio frente a los más de 10 mil dólares que los coyoteros cobran para llegar a Estados Unidos. Pero en esas mismas trochas pululan las ofertas para prostituirse, traficar droga, comprar niños... Y también violencia frente a quienes no tienen dinero para pagar o solo por mirar más de la cuenta.
Se trata de un mercado donde hay muchos potenciales “clientes”: en Latinoamérica hay seis millones de venezolanos refugiados y migrantes; solo en Ecuador hay medio millón según la Plataforma de Coordinación Interagencial para Refugiados y Migrantes de Venezuela (R4V).
Si bien es el tercer país de la región con mayor población de venezolanos (superado por Colombia y Perú), al estar en medio de estas naciones se convierte en un corredor natural para quienes quieren ir hasta Chile para buscar mejores oportunidades; al igual que si no las encuentran e intentan regresar a su país o a Colombia, o incluso aventurarse hacia EE.UU.
Es martes por la tarde en Huaquillas, una pequeña ciudad de la provincia de El Oro, al sur del Ecuador. Un puente la separa de la ciudad de Aguas Verdes, en Perú. Elegimos la frontera sur para este reportaje porque es donde el Grupo de Trabajo para Refugiados y Migrantes (GTRM) ha atendido a la mayor cantidad de venezolanos en Ecuador: más de 130 mil.
Llegamos al sitio con una guía a quien llamaremos Raquel. El ambiente es tenso. Tomar fotos o hacer preguntas en voz alta deriva en silencios incómodos. “Recuerden que ustedes luego de esto se van y nosotros nos quedamos, y hay gente que siempre está viendo todo”, asegura. Esa “gente” a la que se refiere, sin dar nombres ni apellidos, camina por la frontera como dueños del territorio.
A un lado del puente internacional que une a los dos países, pero del lado del Ecuador, está uno de los barrios más calientes de Huaquillas: El Tropezón. Caminamos por todo el perfil junto a nuestra guía, quien vio cómo varios migrantes iban hacia esa zona como si trataran de esquivar el cruce del puente. “A veces hay gente que los guía hacia las trochas, diciéndoles que es más seguro cruzar por allí porque no tienen papeles, y lo hacen para robarles o para hacerles cosas peores”, explica.
Allí nos topamos con una zanja que divide de un lado a Ecuador y del otro lado Perú. Sobre la zanja, hay algunas tablas que sirven para cruzar. Queremos hacer unas fotos pero nos recomiendan no hacerlo. “Solo observamos discretamente el movimiento que se da aquí mientras ellos también nos observan”. Sí, ellos, los que no tienen nombre ni apellido pero que hacen negocios ilegales a plena luz del día.
Pasaron 10 minutos hasta que nuestra guía nos dijo que “es mejor movernos porque estamos incomodando”. De nuevo, incomodar a esas personas que no saben quiénes son, pero que están viendo todos nuestros movimientos.
Para las bandas que cruzan gente por la frontera, revela su “trabajo” significa poner en riesgo su dinero. Y esa sensación se expande en toda la visita a Huaquillas, no solo en la frontera. En el parque central de la ciudad, cualquier extraño es mirado de pies a cabeza, excepto los migrantes, quienes ocuparon las bancas de la zona.
En esas bancas descansan de su travesía porque en sus espaldas no solo llevan sus maletas sino historias de miedo y dolor. La mirada triste de doña Mireya N. retrata esa realidad.
Ella se cuestiona reiteradamente ido de Colombia, a donde había llegado desde Caracas. “Alguien nos dijo que en Perú había un trabajo muy bueno donde ganaríamos más pero era mentira”, dice resignada mientras agacha la mirada.
Por su cabellera canosa y su rostro agrietado parecería una persona de tercera edad pero en realidad tiene 56 años. Esos rasgos son el resultado de cinco años fuera de su país atravesando experiencias desagradables. “Hace pocas horas nos soltó la Policía porque en el camión en el que veníamos, el conductor llevaba droga”. Ecuador no es su destino final; quiere regresar a Colombia y hacer dinero para volver a su país a poner “al menos un negocio pequeño que nos sirva para subsistir porque duele mucho el rechazo, los gritos diciéndonos que somos ladronas. Dios no quiera que quienes nos rechacen pasen lo que nosotros vivimos ahora”.
Mireya, su hija y sus nietos se encuentran en el parque al personal de Acnur, que es la agencia de la ONU para los Refugiados. Ellos la dirigen al Centro de Alojamiento Temporal '8 de Septiembre', un sitio administrado por la Agencia Adventista de Desarrollo y Recursos Asistenciales (Adra) y creado para dar alojamiento de emergencia, alimentación y seguridad.
“Tenemos capacidad para 90 personas, que rotan porque no pueden quedarse por mucho tiempo”, explica David Torres, coordinador de la Adra. Según el grupo de migrantes que lleguen, estos pueden permanecer allí de tres a 15 días.
Daniel Colmenares, venezolano de 30 años, llegó junto a otros seis familiares después de salir de su país hace casi un mes. “Solo la necesidad te lleva a atravesar tantas cosas feas mientras haces este viaje”.
El plan de Daniel y su grupo era atravesar la Región del Darién, esa selva que divide a Colombia y Panamá. Pero mientras iniciaban el camino por Colombia, el Gobierno de Estados Unidos anunciaba un nuevo plan migratorio con el que todo venezolano que cruzara de manera ilegal sería devuelto a México. En el último año más de 150 mil venezolanos fueron interceptados en la frontera, del lado de Texas.
“Decidimos seguir y no meternos en la selva”, aunque reconoce que llegar a Ecuador tampoco fue sencillo. “En la calle hemos vivido todo tipo de violencia, maltrato, nos han robado... Una vez un tipo en una moto vino a ofreció 20 dólares a mi esposa para tener sexo”.
Ellos salieron de Venezuela por una trocha. “Quienes te cobran están con uniformes de policías o de militares, armados hasta los dientes... Por esos caminos pasan cosas realmente escalofriantes”, dice este migrante quien eligió este trayecto para evitar alguna complicación en la frontera.
Gente con fusiles, granadas y pistolas de todos los tamaños... “Cuando caminas, si escuchas que golpean a alguien o gritos de auxilio, no puedes detenerte ni mirar atrás porque te puede ir mal, te dicen 'no seas sapo o te toca un ti'. Solo avanzas lo más rápido que puedas y rezas para que no te hagan daño”.
Una situación que también viven los menores de edad no acompañados de adultos. “Es algo que sucede con frecuencia”, señalan desde la Subsecretaría de Protección Internacional y Atención a Inmigrantes.
Para regularizar la situación migratoria de estos menores, la Cancillería, el Ministerio del Interior y el Ministerio de Inclusión Económica y Social firmaron un acuerdo para protegerlos y también emitir las visas correspondientes.
Si antes de la pandemia la asistencia a los migrantes y refugiados venezolanos era compleja, la actualidad es similar. Pese a eso, en el caso de Ecuador, la Plataforma de Coordinación Interagencial para Refugiados y Migrantes de Venezuela (R4V) muestra que 11 organizaciones no gubernamentales financian programas de asistencia social, entre esas Acnur. Mientras hay varias decenas de implementadores de estos programas en todo el país; uno de esos es Adra.
Justo esta última ONG es clave en la historia de Crisbeth Ibarra. Ella tiene más de tres años en Ecuador junto a su mamá. Querían llegar a Perú pero como no tenían papeles no ingresaron legalmente y no querían ir por trochas. “Para dos mujeres, y por las historias que conocíamos, era arriesgado”.
Crisbeth, quien tiene 21 años, se quedó junto a su mamá en el Centro Binacional de Atención Fronteriza (Cebaf) en Huaquillas “porque no teníamos dinero. Quisimos regresar a Venezuela pero luego empecé a hacer voluntariado con una ONG”.
Hoy la joven venezolana está contratada en un refugio como facilitadora de espacios amigables, un área donde niños y adolescentes que llegan con sus padres pueden realizar actividades lúdicas educativas.
La historia de Crisbeth es una isla en medio del océano. No es lo común: pese a los esfuerzos de organizaciones y gobierno, no hay cómo generar suficientes oportunidades. Algunas mejoran sus condiciones de vida pero la mayoria vive en las calles. De hecho se calcula que siete de cada 10 grupos familiares tienen un ingreso per cápita laboral inferior a 85 dólares por mes.
Desde la Subsecretaría de Protección Internacional y Atención a Inmigrantes se explica que se trabaja en la generación de políticas para garantizar los derechos humanos de los migrantes. “Nos interesa que sean respetados, y que quienes quieran quedarse en el país sean integrados socio-económicamente de manera correcta”.
Quienes solicitan refugio en el país, no necesitan presentar documentos. Explican desde esa subsecretaría, que pertenece al Ministerio de Relaciones Exteriores y Movilidad Humana, que pueden solicitarlo ya partir de ese registro “tienen una visa temporal y se les da una protección en el país”.
Terminamos la visita preguntándole a nuestra guía si es factible que esta situación cambie. Su silencio y sonrisa reemplazan las palabras. Mientras, cada día atiende a cientos de migrantes y refugiados por su trabajo en una ONG. Siempre con buen ánimo pese a topar con situaciones incómodas y reclamos necesarios. “Hay que ser muy empáticos. Ellos la pasan peor”.