Ivette Montalvo Egüez, la viajera eterna
Ivette es un personaje desconcertante y atípico. Si no supiera su historia se podría imaginar que estoy frente a una empresaria moderna y exitosa. Empática y algo tímida Ivette me confiesa que maneja un perfil bajo y que tiene terror al hablar en público. La quiteña tiene la piel bronceada y su blusa sin mangas evidencian los brazos firmes de una atleta. En la mesa está su libro “Libre”, que escribió en la soledad de la pandemia, después de la aventura de su vida.
De niña, Ivette ya era aventurera y ansiaba pasar jugando con su hermano en la casa de su abuela en las vacaciones. Siempre fue buena alumna pero muy inquieta y soñadora.
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En la universidad estudió sistemas, mercadeo y administración de empresas, pero más que todo recuerda sus partidos de fútbol sala, en lo que llevó a su equipo de la Universidad Católica al primer título de un equipo femenino.
Creativa y decidida, llegó a la vida activa trabajando para distintas multinacionales, hasta se atrevió a administrar un restaurante.
En el 2012 tenía 37 años y toda una vida consumida desde un matrimonio hasta un puesto inolvidable en Lima, Perú.
De repente sintió la necesidad de tomar un año sabático para reinventarse. Quiso empezar por un viaje con sus amigas, ellas regresaron al poco tiempo, Ivette recorrió lejanas geografías por siete años.
Ivette hizo lo que muchos quisiéramos: soltarse, lanzarse y entregarse a lo desconocido sin ataduras. Lo hizo viajando sola en 34 países empezando por África y luego Asia.
“No fue fácil, tenía una profesión segura, un ingreso fijo, pero la pasión siempre supera el miedo aunque haya muchos sacrificios. El viaje se transformó en una filosofía de vida”, acota la aventurera, que caminaba un promedio de 20 kilómetros por día hasta llegar rendida en un camping, un hostal o alguna casa de almas generosas.
“Cada vez que llegaba a un país no sabía cuánto tiempo me iba a quedar y lo que iba a hacer, dejaba que todo fluyera”, añade la viajera que descubrió Namibia, Botsuana, Tanzania y Uganda para terminar con Indonesia, Malasia, Bangladesh, Rusia, Japón y la India.
Observó, meditó, escuchó, olfateó, averiguó, tomó notas y fotografías. Con el pasar de los meses nacieron crónicas y retratos humanos que atesoraba en las noches. Caminó miles de kilómetros, comió de todo sin miedo, se subió a buses, trenes y barcos.
Se hizo amigos entrañables, sufrió una tormenta en Bangladesh, asistió a una boda en la India, a una ofrenda a la muerte en una carnicería en Indonesia y observó como las mujeres birmanas tatuaban sus rostros para evitar que hombres de otras tribus las secuestren.
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“Viajé sola y no tuve problemas mayores. En Sri Lanka muchos hombres me seguían pero a ellos les matas cuando les gritas ‘por qué me sigues’, y se van corriendo. En Kirguistán subí una montaña después de 8 horas de caminata. De repente apareció un auto con hombres ebrios. Los enfrenté y eran buenos, no pasó nada”, cuenta Ivette, quien tuvo mil vidas en siete años de viajes.
“En África no había mucha diferencia cultural. La religión y más que todo la fe nos une. Hice un voluntariado con mujeres en Ghana y realmente compartíamos las mismas alegrías e inquietudes. Me sentí una más. En la India tuve que aprender a convivir con muchos dioses, creencias y misticismo. Su filosofía de vida es totalmente distinta a la occidental. India es un país de contrastes donde se mezclan lo caótico y -sucio- con la belleza de sus palacios, artesanías y colores vibrantes. La gente es maravillosa”, cuenta la quiteña, quien se ve a sí misma como una mujer que se despojó de muchas limitaciones.
“Era una mujer 2X4, ahora soy una 4X4”, añade la mujer, quien regresó a Ecuador en octubre del 2020 y consagró los siguientes meses a escribir “Libre”, una obra que seguramente provocará el entusiasmo de muchos para descubrir otros países. ¿Qué hará ahora Ivette? “Seguiré viajando”, contesta con una inmensa sonrisa. “¡Pero lo haré en moto para superar otro miedo!”, finaliza.