¿Por qué se perdieron tantos cadáveres en Guayaquil?
En los días de terror que vivió Guayaquil, entre marzo y abril, se perdió el rastro de 215 cadáveres. Al duelo por el familiar fallecido se unió la tortura de no saber qué pasó con este. ¿Qué errores se cometieron?
Inés Salinas y Filadelfio Asencio vivieron juntos más de 45 años. Se enfermaron juntos y fallecieron con cinco minutos de diferencia. “Murieron el 30 de marzo y los vinieron a recoger el cuatro de abril a las 10 de la noche”, cuenta su hija Silvia. Él fue mecánico, ella tenía una tienda de abarrotes.
“En el centro de salud de la ciudadela Martha de Roldós nunca nos quisieron atender. Nos dijeron que era una gripe común y que nos fuéramos a casa. Los llevamos tres veces”. A la cuarta ya ambos estaban muy mal de salud y fallecieron esperando atención. “Vivimos en Mapasingue, arriba en el cerro, en la cumbre”, continúa Silvia Asencio, “ellos no fueron los únicos. En la casa de al lado también murió una pareja y al frente un señor. En mi familia perdimos a un tío y a cinco de los primos de mi papá”.
Cuenta Silvia que por la página coronavirusecuador.com se enteraron de que su papá estaba enterrado en un nicho, en Pascuales. El cuerpo de la mamá pasó dos meses desaparecido hasta que, con ayuda de un antropólogo de la Policía, lo reconocimos. “Nos dijeron que dentro un mes la van a sepultar, lejos de mi papá. Ellos querían descansar juntos en su natal Manglaralto. Ahora están separados, eso nos duele”.
Fueron 215 los cuerpos que tras su último aliento no pudieron descansar en paz. Esos días la desorganización reinaba en todos los niveles involucrados. En los días críticos hubo más de 600 fallecimientos diarios solo en Guayaquil. La gestión sanitaria creció en 800 por ciento.
El Cementerio de Pascuales fue el camposanto que mayor cantidad de fallecidos por COVID-19 recibió durante las semanas pico de la enfermedad.
Caos de protocolo
Luego de conocido el primer caso de COVID-19 el último día de febrero, la entonces ministra de Salud, Catalina Andramuño, anunció que los fallecidos por esta enfermedad debían ser cremados.
Y el 21 de abril la cosa se complicó. Sin medir que la curva de contagios se incrementaba peligrosamente, se reformó el “Protocolo para la manipulación y disposición final de los cadáveres”. Ya había empezado la cuarentena obligatoria y allí se estipulaba que todos los cadáveres debían ser incinerados.
En Guayaquil existen solo tres crematorios asociados a cementerios privados. En ellos, el costo del servicio es de alrededor de 1.500 dólares. Y la capacidad de cada uno, sin apagarlos por la noche, es de unos cinco al día. Ese fue el primer cuello de botella que enfrentó la ciudad.
Las morgues de los hospitales existentes tampoco tienen una capacidad mayor para almacenar cadáveres que estuvieran en lista de espera para cremación.
Liliam Cedeño falleció en esos días. El 25 de marzo la llevaron al hospital del IESS de Los Ceibos. Allí le dieron los primeros auxilios, pero no la recibieron “No nos dieron ninguna explicación, solo nos dijeron que la llevemos a la casa”, relata su hijo Andrés Armijos.
Su mamá falleció dos días después cuando la llevaban por segunda vez al hospital de Los Ceibos, donde solo comprobaron que ya no tenía signos vitales. El cuerpo se quedó en la morgue de ese hospital y tras 15 días de espera recibió las cenizas. Ante la crisis, la cremación obligatoria fue derogada y se conformó una fuerza de tarea encargada de recoger los cadáveres represados en los domicilios.
Dos de cada tres de los desaparecidos murieron en sus propios hogares. Muchos fueron rechazados en los hospitales por falta de camas. Esos días la desorganización reinaba en todos los niveles involucrados. Según el COE nacional, la gestión sanitaria se incrementó en más del 800 por ciento.
Hospitales colapsados
“Mi papá falleció el 31 de marzo y mi mamá el 2 de abril”, dice Liseth Vera. Ella vivió el colapso hospitalario en los días más críticos.
“Yo trabajo en un centro de salud de Sauces 3. Yo me contagié, se contagió mi esposo, mi hermana, mi cuñado y mi sobrino. Mis papás se contagiaron primero. Ellos presentaron síntomas y como había poca información, solo estaban tomando paracetamol y suero oral. Así se mantuvieron una semana hasta que les dieron el resultado de la prueba PCR y les administraron otros medicamentos, pero fue tarde”.
“Fueron días muy duros. Fuimos a los hospitales, a las clínicas, nadie quería cogerlos, no había oxígeno, ni camas. Se murieron en la casa los dos”, recuerda Vera.
Es que dentro de los hospitales se vivía otro drama. Los trabajadores de la salud se sentían desprotegidos por no contar con elementos de bioseguridad acordes a la emergencia. En los hospitales del Guasmo y en el Maldonado Carbo, del IESS, se dieron conatos de rebeldía de paramédicos. A eso se agrega que por la misma enfermedad hubo bajas –algunas fatales– en todas las áreas de los nosocomios.
Mientras, afuera, los pacientes pugnaban por ingresar. “Con mi sobrina llevamos a mi madre de emergencia al hospital del Suburbio pero no la quisieron recibir”, dice Víctor Hugo Orellana. “Nos dijeron: si no tiene COVID-19 no entra. Afuera las cámaras ya captaban a la gente que se estaba muriendo. Peleando, la pudimos ingresar, al menos a la sala de espera. Mi sobrina entró y me llamó a contar lo que veía adentro. Me dijo que había gente tirada en el suelo, con dolor, con diarrea. La sacamos de ahí para buscar otro lado, pero ya no podía respirar bien”. Célida Solórzano falleció el 31 de marzo y se sumó a la lista de desaparecidos.
Una odisea parecida vivió Vanessa Santistevan: “Mi papá comenzó a agitarse, le faltaba la respiración. La llevamos al hospital de Los Ceibos. Llegamos y los enfermeros fueron a tomarle los signos médicos. Mi papá temblaba y se ahogaba. Ya me faltaban tres números del turno, iban por el 161 y yo tenía 164. No aguanté más y de la desesperación grité: “Por favor, ayúdenme”, no quería hacer relajo, era la desesperación por mi papá. Ahí los médicos vieron y se lo llevaron. Fue la última vez que lo vi”.
Son varios los casos de fallecidos desaparecidos, donde el ingreso fue abrupto y no se registraron adecuadamente los datos del paciente y de sus familiares. Eloy Santistevan, el padre de Vanessa, no aparecía siquiera en la lista de pacientes ingresados a ese hospital. La tercera parte de los desaparecidos fallecieron en hospitales.
El Comité Permanente de Derechos Humanos que dirige Billy Navarrete investigó el fenómeno y junto a la Defensoría del Pueblo asesora a los familiares en busca de algún tipo de consuelo.
Caos en contenedores
En los hospitales, el exceso de pacientes recibidos se transformó en exceso de cadáveres por gestionar. Ahí fue cuando nació la necesidad de contratar camiones frigoríficos para almacenar cadáveres. En total hubo 14 de estos.
Pero fue tal la demanda que los familiares tenían solo 24 horas para, en medio del toque de queda, hacer los trámites pertinentes y regresar con un ataúd. Si tardaban más horas les comunicaban que su familiar ya había sido llevado a enterrar.
El destino principal fue el cementerio municipal “Campo eterno”, ubicado en la parroquia Pascuales, bastante lejos del centro de Guayaquil. Ese camposanto fue militarizado para impedir el ingreso de extraños mientras se cavaban miles de tumbas individuales. Aún hoy el acceso está restringido para evitar las aglomeraciones. La mayor cantidad de contenedores se ubicaron detrás del hospital del Guasmo. Ese fue también el destino principal de los cadáveres que fueron recogidos de los domicilios. Dos de cada tres desaparecidos murieron en sus casas.
¿Qué pasó? De los testimonios recogidos en el informe del Comité permanente por la defensa de los derechos humanos (CDH), se conoce el mal manejo de las fundas de cadáveres.
Tanto los que morían en los hospitales, cuanto los que lo hicieron en sus casas, eran obligatoriamente embalados dentro de esas fundas especiales, antifluidos. Cada funda debía tener en su exterior una etiqueta auto adherible con la identificación plena del fallecido.
Pero en ese manejo no se tuvo el menor cuidado. Se llegó a denunciar el cobro de cientos de dólares para entregar los cuerpos a sus deudos. O que se pagaba a hacheros (drogadictos) para que ingresen a los contenedores y busquen el cadáver requerido. Incluso familiares de los fallecidos ingresaron a los contenedores.
En la desesperación, los que ingresaban lo hacían sin protocolos y abrían las fundas rompiendo en varios casos las etiquetas o despegándolas. Eso fue, al parecer, lo que más afectó a la identificación.
Justos reclamos
La CDH, que dirige Billy Navarrete Benavidez, recuerda que una sentencia emitida por la Corte Interamericana de Derechos Humanos dice que “La privación de la verdad acerca del destino de un desaparecido constituye una forma de trato cruel e inhumano para los familiares cercanos”.
Con esa óptica, la Corte Interamericana consideró también como víctimas a los familiares de quienes hayan sido vulnerados en sus derechos.
El informe de la CDH resalta que: “Generar que los familiares pasen por la peripecia de emprender la búsqueda en cementerios, morgues y hospitales para poder ubicar a sus familiares extraviados, no solo los expone a ser contagiados por el COVID-19, sino a que se generen secuelas sumamente graves en su psiquis. Esto debido a que tienen que generar una pausa dentro del proceso de luto para poder dedicarse a buscar a sus fallecidos”.
Hasta el cierre de esta edición medio centenar de cuerpos esperan procesos más avanzados de identificación. Mientras los ya identificados deben aún esperar un dictamen de la Fiscalía para proceder a la ansiada inhumación. Pero hay familiares a los que solo se les comunicó del sepelio hecho por las autoridades y dudan de que el cuerpo que reposa en una tumba sea de su ser querido.
Razones no faltan. Una familia que recibió las cenizas de su familiar luego encontró también su tumba en el cementerio de Pascuales. Otros deudos con caja de cenizas y altar en la casa vieron cómo su familiar regresaba tras su alta médica.
Por ahora se están organizando para presentar demandas al Estado por la negligencia en el manejo de cadáveres. Estas demandas podrían terminar en la Corte Interamericana. Al mismo tiempo, los hijos de Inés y Filadelfio esperan que luego de cuatro años les autoricen a cumplir el último deseo de ellos, descansar juntos en su pueblo natal.