La Gasca: “Lo que pasó el lunes fue más duro, hay más destrucción y muertos”, relata una mujer que vivió el aluvión de 1975 y sobrevivió al de 2022
“El agua entró rompiendo el muro. Por todo lado. Acabó con la puerta del garaje. Tenía una bodega pequeña con lavandería, también se fue llevando. No queda nada”, lamenta Eduardo Sandoval, mientras saca los residuos del aluvión.
El 31 de enero, una ola de lodo superior a los dos metros arrasó con todo lo que estaba a su paso, incluso rebasó muros y techos. Una de las viviendas afectadas es la de Sandoval, quien vive en el sector desde hace 20 años y dice nunca haber presenciado algo igual.
Su casa es una de las más afectadas, pues colapsó una pared, se rompieron ventanas y todos los muebles de la sala quedaron llenos de lodo. “No pude recuperar nada, subimos al segundo piso y empezamos a llamar a los bomberos y el 911. Solo nos quedó esperar”.
Su esposa e hijos fueron al domicilio de un familiar. Todos a salvo. No corrieron con la misma suerte los vecinos de la casa contigua, allí encontraron una niña muerta y sacaron mascotas llenas de fango.
En medio de la resignación, Eduardo menciona que no se irá hasta reparar todo lo que se llevó el aluvión, también quiere resguardar su vivienda de la delincuencia.
“Pedimos ayuda económica, porque eso nos permitirá arreglar el portón y los muros que es lo principal en este momento para la seguridad de la vivienda”.
Escombros, calles llenas de lodo y gente tratando de recuperar sus casas, eso es lo que se vive en los barrios de La Comuna y La Gasca, noroccidente de Quito. Al momento son ya 24 fallecidos, 48 heridos y varios desaparecidos.
EL DÍA QUE CAYÓ LA AVALANCHA
Del otro lado de la calle, una familia observa desde su terraza las labores de limpieza de policías y militares. Su casa no sufrió mayores afectaciones, más que una rotura en la puerta principal. Sin embargo, el susto y la desesperación aún invaden sus pensamientos al recordar la catástrofe del pasado 31 de enero.
Esteban Quiña, de 26 años, relata que alrededor de las seis de la tarde, estaba en su habitación recibiendo clases de manera virtual, cuando de pronto escuchó un estruendo bastante fuerte. “Como si estuvieran bajando volquetas o arrastrando piedras grandes”.
“Después se fue la luz, explotaron los transformadores como rayos. Mis perros estaban asustados, raspaban las puertas con mucha desesperación. Al asomarme a la ventana, observé que la calle era prácticamente un río. Fue impresionante. Vi como caían los muros de las casas de enfrente, los carros bajaban en el agua. Una imagen bastante fuerte que todavía la tengo presente”.
Lo primero que se le vino a la cabeza es que su casa también iba a ser destruida por el aluvión, porque “el agua estaba hasta el tope de las paredes y no paraba”. El joven se preocupó más al escuchar gritos y gente pidiendo ayuda, pero él no podía bajar porque la ola de lodo caía con mucha fuerza.
Más tarde, vio cómo de las casas de enfrente sacaban dos cuerpos, incluido el cadáver de una menor de edad. Ahora esas viviendas lucen vacías y llenas de escombros.
LO PERDIERON TODO
Conforme se sube por la calle Núñez de Bonilla, hay más destrucción y gente afuera de sus hogares intentando limpiar lo que se pueda, aunque inevitablemente quedan restos de tierra. Pero lo que nunca podrán sacar son los recuerdos del desastre.
Así lo describe la sexagenaria María Luisa, quien presenció el primer gran aluvión en La Gasca en 1975, cuando la quebrada de Pambachupa se precipitó y llegó hasta el barrio La Mariscal. El fuerte alud dejó a su paso dos muertos, cinco heridos, medio centenar de vehículos destruidos y numerosas casas afectadas.
“Eso fue cuando tenía 12 años más o menos, pero no fue tan catastrófico como el de ahora. Lo que pasó el lunes fue más duro, hay más destrucción y muertos. Parecía que se acababa el mundo”.
Con voz entrecortada, María Luisa muestra los juguetes, adornos, colchones y muebles que quedaron enterrados en el lodo, lo poco que pudieron rescatar es prácticamente inservible.
Sobre todo, la más afectada fue una de sus hijas, quien vivía en la esquina de la calle Núñez de Bonilla e Ignacio de Quezada. La pared del pequeño departamento se desplomó, el agua entró a la vivienda y se llevó todo lo que había.
“Yo no estaba en la casa cuando sucedió el aluvión, solo se quedaron mis dos hijas. Mis familiares me avisaron que había caído un fuerte aguacero, entonces de inmediato arribé a mi casa y encontré todo destruido”, dice Mónica, la hija de María Luisa.
Recuerda que halló a sus hijas gritando, asustadas. Afortunadamente, no les pasó nada, pero ahora no sabe cómo volver a empezar, cómo recuperar todo lo perdido.
LUZ DE ESPERANZA
Pero en momentos difíciles, también surgen luces de esperanza. Mónica y su madre describen que los vecinos les ayudan con posada y alimentos. “Aunque sea un pancito de aguita nos dan”, dice la mujer de 60 años.
Así mismo, a lo largo de la avenida se observa gente ayudando a los perritos callejeros o entregando refrigerios a los militares y personas de rescate. Uno de ellos, es Carlos Castillo, quien pertenece a una iglesia evangélica.
Conmovido por todo lo que estaba pasando, acudió con otro compañero a entregar gaseosas y sándwiches, especialmente para el personal que trabaja en labores de limpieza.
“Como seres humanos no solo deberíamos ayudar en estas causas, en lo que se pueda. Cada vez que hay la posibilidad económica salimos a cooperar con donaciones de la congregación”, señala Castillo.
En general, las familias afectadas por la avalancha piden a las autoridades que les ayuden en la reconstrucción de sus viviendas, una indemnización y que tengan precaución al momento de dar permisos de construcción en el sector.