La vendedora de fruta que ha acogido a 10 mil migrantes venezolanos en su hogar

En su mayoría, los migrantes caminan hasta llegar a Perú o Chile.
Redacción Vistazo
Hasta el momento ha llegado a acoger a 500 personas en una sola jornada.

Carmen Carcelén vende fruta y verduras en Ipiales, una ciudad colombiana muy cerca de la frontera con Ecuador. Ella nació en Ibarra, en 1975 y debido a la actual crisis migratoria, además de atender las necesidades de su negocio, también se dedica a la obra social: le ha abierto la puerta de su hogar a los migrantes venezolanos que pasan por El Juncal, una localidad de apenas 2.500 habitantes situada en Imbabura, al norte de Ecuador.

La mujer lleva cuatro años sirviendo sin ayuda económica o descanso. En el patio de su casa se apilan sillas de plástico, colchones y en las paredes de cemento desnudo cuelgan las nueve reglas de la Casa de Acogida Juncal. Esa es la evidencia de la ardua labor de Carmen y su marido, quienes han señalado que cuando iniciaron, solo pensaban en ayudar a los migrantes.

DAR LO QUE A ELLA NO LE DIERON

En una entrevista con El País, Carcelén contó que una tarde, después de hacer el mercado, encontraron a 11 muchachos que les rogaban que les diera un plato de comida. Uno de los jóvenes estaba desmayado. De acuerdo con el Alto Comisionado para el Refugiado (ACNUR), ellos formaban parte de los 10 mil venezolanos a los que Carmen ha ayudado desde el 2017.

En su mayoría, estas personas caminan hasta llegar a Perú o Chile, e incluso algunos buscan encontrar un lugar en Ecuador para rehacer su vida.

“He tenido que regresar a mi propio pasado para entender por qué hago todo esto”, explicó Carcelén emocionada.

Cuando Carmen era pequeña, vivía en una familia adinerada, pues su padre era un comerciante mayorista. Un día, a sus 10 años, el hombre (que tenía serios problemas con el alcohol) simplemente le lanzó su ropa a la carretera y la echó de casa. Carcelén había sufrido violencia doméstica desde los cinco años, que le dejaba marcas en el brazo y la garganta.

Ella decidió que no volvería y que se quedaría con su hermano, a cuyo hogar llegaría caminando.

Y dormí en la calle, en un parque, porque era muy niña y no encontré bien la dirección. Nadie me ayudó y por eso siempre estoy retrocediendo en el tiempo y hago lo que la gente no hizo por mí. Esa es mi lógica”, reflexionó.

AYUDA FAMILIAR

Lo que Carmen vende en Ipiales le proporciona lo suficiente para vivir y a mantener su centro de acogida. La mujer ha confesado que llora mucho al ver tanto abandono hacia otras personas. Sin embargo, orgullosa ha explicado que su familia le ayuda: seis varones y dos niñas adoptadas, de quienes se hizo cargo después de la muerte de sus madres.

“Somos un gran equipo”, indicó.

Los hijos de Carmen van desde los 30 años a los 12 y todos tienen una tarea en casa. “Yo no tengo cocinera, ni lavandera, así que ellos incluso se encargan de llevarlos al médico, si hay alguien que viene lastimado, o de buscarles ropa, zapatos... Si me voy, sé que no tengo de qué preocuparme. Me saco el sombrero de lo que hacen”, dijo la mujer afroecuatoriana.

Carmen recordó que cuando empezó con el albergue sí recibía ayuda de vecinos que donaban arroz, ropa y zapatos, pero poco a poco se detuvieron. Al inicio de la pandemia solo mantuvo su casa cerrada por ocho días. Señaló que “veías a mucha gente caminando, parecía que veíamos zombis pasar, con muchos niños y gente enferma tirada en la calle”.

Los jesuitas le ayudaron durante varios meses con la compra del 70% de la comida para el albergue y ahora Acnur le ha suministrado kits de higiene para los nuevos visitantes. Hasta el momento ha llegado a acoger a 500 personas en una sola jornada, para comer, y hasta 138 para dormir.

Carcelén ha manifestado que el secreto para que su casa sea un hogar de paz es el cumplimiento estricto de las reglas: se prohíben las armas, el consumo de drogas y las peleas.

CAMINANTES, COMO JOSÉ Y MARÍA

En algún momento recibió acusaciones de líderes políticos que le decían que utilizaba el lugar de tapadera para fomentar la trata de personas o el tráfico de sustancias ilícitas.

Pese a todo, ella se considera muy apegada a las férreas creencias de su fe. Es una mujer religiosa que disfruta con el contacto continuo y hablar con los “caminantes” que llegan a su puerta. A ellos les cuenta la historia de los primeros “migrantes” en la tierra, José y María, quienes pese a llevar a un niño por nacer no recibieron posada.

“Puede que al 70% de Venezuela no se les pueda ya ayudar, pero hay un 30%, que son estos niños y hombres que llegan aquí andando, que sí se pueden salvar, que son la esperanza de ese 70%”, dijo