El alto precio de ser policía en Ecuador

Miguel Alvarado

Buena Fe es una ciudad de 83 mil habitantes, la tercera más poblada de la provincia de Los Ríos y ubicada al norte de Quevedo. Una zona del Litoral ecuatoriano donde es muy común que el agua de la lluvia cubra sus calles. Allí nació el sargento Freddy Daniel Laaz Vélez, quien por coincidencias o porque el destino es así, conoció al amor de su vida con el agua como excusa.

“Recuerdo que fui a las oficinas de la Policía Judicial y le dije que me ayude a entrar, que yo le daba para las colas... Él me dijo, muy serio, que no iba a aceptar eso, que si quería le podía ofrecer una botella con agua para él y para su compañero”. El relato es de Cindy Cedeño, su esposa, novia, amiga... Su principal admiradora. Sucedió hace 11 años pero lo relata como si tuviera la escena grabada en video. “Él siempre me decía eso, que nuestra historia había empezado por una botella con agua”.

Tenía 39 años; 16 como policía. De familia humilde, era el mayor de seis hermanos. De pequeño lustraba zapatos y en ciertas ocasiones iba al cementerio a vender fruta. En Buena Fe se crió con sus abuelos maternos. Llegó a Guayaquil hace 14 años; allí formó su familia y realizó la mayor parte de su carrera profesional.

Freddy Daniel (cuarto de izquierda a derecha) cuando se convirtió en policía. Tenía 16 años ejerciendo esa profesión, casi todos desde Guayaquil, donde destacó en el Grupo Especial de Móvil Antinarcóticos.

Perteneció al Grupo Especial de Móvil Antinarcóticos (GEMA), luego pasó a la Dirección General de Inteligencia, en donde estuvo hasta ahora. Allí fue asignado como custodio de varios funcionarios del sector público, entre esos de María Coloma, exfiscal a quien, dice Cedeño, su esposo consideraba como su otra mamá. “La quería mucho, siempre fue un apoyo para él”, rescata.

Justo horas antes de fallecer, el pasado 18 de enero, él y su esposa estuvieron donde Coloma; la fueron a visitar. A la salida decidieron parar en un restaurante de comida árabe en la ciudadela Samanes, al norte de Guayaquil. “Cuando nos íbamos a bajar del carro, él agarró su revólver. Recuerdo decirle que lo dejara en el carro. Él me respondió: ‘Mi amor, usted anda conmigo; yo siempre debo protegerla’”.

Cindy solo recuerda que varios minutos después, el rostro de Freddy cambió; se levantó de la silla, rastrilló su arma y empezaron las detonaciones. Tres sujetos se acercaron al local y empezaron a robar a los clientes; él intentó detenerlos. De hecho lo hizo, pero de nada sirvió. “Me lancé al piso, me arrastré detrás de un mostrador y esperé que todo parara”.

El olor a pólvora era penetrante. Cindy empezó a buscar a su marido. “Vi a uno de los delincuentes tirado en el piso pero a él no lo encontraba; pensé que había perseguido a los otros ladrones. Luego lo encontré en un callejón. Respiraba con dificultad”.

Estaba sobre la calzada, frente a la puerta de ingreso al complejo de la Iglesia Católica Beata Mercedes de Jesús Molina. Hace 35 años en ese lugar, el papa Juan Pablo II celebró una misa en su visita al Ecuador. Cuando llegó la ambulancia, aún estaba con vida. Falleció camino al hospital. “Yo le decía que se tranquilice, que no se diera por vencido. Parecía esas películas donde pides que aguante, que no se vaya... Pero se fue”.

PADRE, ESPOSO Y AMIGO

Freddy Daniel y Cindy tienen dos hijos de su relación. Él tuvo otros cuatro y Cindy dos en compromisos anteriores. “Él siempre decía, con orgullo, que él tenía ocho hijos. A todos los amaba por igual”.

El mayor tiene 22 años, el más pequeño tres. “El último, Maximiliano, era su engreído”. A Cindy se le hace difícil mostrar los videos que tiene en su teléfono móvil donde sale su esposo. Uno de ellos justamente es cuando le estaba enseñando a bucear a Maximiliano, el más pequeño. “Siempre me decía que le pedía a la vida que le diera la posibilidad de ver crecer a todos sus hijos hasta llegar a ser profesionales. Que al menos pueda llegar a ese momento”.

Freddy Daniel y Cindy tuvieron dos hijos de su relación. Él tuvo otros cuatro y Cindy dos en compromisos anteriores. “Él siempre decía, con orgullo, que tenía ocho hijos. A todos amaba por igual”.

Lo recuerda como un hombre multifacético y aventurero. Todos los fines de semana le gustaba hacer algo diferente acompañado de su familia como ir a una finca familiar, montar a caballo, andar en bicicleta... “No le gustaba quedarse quieto; nunca decía que no cuando lo invitaban a algún sitio, a hacer deporte...”.

Su jornada iniciaba a las 6h30 de la mañana. Su esposa lo describe como “un hombre bastante criollo” en gustos culinarios: le gustaba desayunar tortillas de verde y nunca podía faltar sal prieta o queso en casa.

Antes de salir a su trabajo en el complejo de la Función Judicial en el centro comercial Albán Borja, al noroeste de Guayaquil, siempre se despedía de todos sus hijos. El día del incidente había pedido permiso a un funcionario público con quien trabajaba en ese momento.

Fue a su casa, en la ciudadela Alborada (norte de Guayaquil). Le hicieron uno de sus platos favoritos: cebiche de camarón. Se despidió y regresó al trabajo. “Me pidió de favor que vaya a comprarle un traje de Spiderman a Maximiliano, porque quería que su pequeño se sienta un superhéroe”. Y él, para su familia, era eso: un hombre invencible.Era mi héroe; nunca pensé que me lo arrebatarían”.

Cindy lo recuerda como una persona cauta, profesional, bien preparado para sus funciones de policía. “Siempre se formó, incluso con sus propios recursos. Y en ese camino hizo muchos amigos, gente que lo quiso mucho, que siempre le demostró gratitud”.

“LO HAGO POR MIS HIJOS”

La casa de la familia Laaz-Cedeño es linda. Tiene una pequeña piscina y es armónica en colores y decoración. “Con un sueldo de policía es imposible tener algo así”, señala su esposa Cindy. Ambos tienen un emprendimiento de venta de hornos para panificación, que también cuenta con servicio técnico. “Nos ha ido muy bien con el negocio; él siempre me ayudó en todo lo que necesitaba”.

En la sala, donde antes se veía un mueble con equipos electrónicos, hoy hay un pequeño altar improvisado con unas fotos de Freddy Daniel y unas velas. “En un espacio de la casa le vamos a hacer un sitio especial, para él, con todas las cosas que le gustaban y que lo identificaban”.

Para dar esta entrevista, Cindy dudó. Habían pasado apenas seis días del incidente; cuatro días desde su sepelio, donde más de 200 personas lo despidieron. “Había gente que ni siquiera conocía y que se acercaba a decirme lo bueno que fue; incluso fue el Presidente de la República, quien se acercó y nos dio el pésame”.

Nos abrió la puerta de su hogar y nos contó la historia de su esposo porque “mis hijos merecen que alguien les cuente quién fue su papá, qué ser humano era...”. Los álbumes de fotos con ese ser humano jovial, divertido; el papá que nunca descansaba, el policía estricto con su oficio, el amigo siempre presto para ayudar, inundan a Cindy de recuerdos que son difíciles de describir.

Más de 200 personas lo despidieron, entre familia, amigos, compañeros, e incluso el presidente de la República, Guillermo Lasso.

Ambos tenían planeado ir a San Andrés, Colombia, ese fin de semana. Sí, apenas cuatro días después. Era el cumpleaños de Cindy. “Solo quedó en eso, en un plan”.

¿Qué sientes cuando ves el nivel de inseguridad con el que se vive actualmente? Cindy no tiene temor en decir que pareciera que los derechos humanos están más del lado del delincuente que de las personas de bien. “Vivimos con miedo. Antes pensábamos que dentro de un centro comercial, en un parque o afuera de tu casa, estabas seguro... Ahora no hay respeto ni por los policías, quienes están con una mano atrás y otra adelante porque no hay leyes que les permitan actuar bien”.

Para Fausto Buenaño, entonces comandante de la Zona 8 de la Policía, la actuación de Freddy Laaz Vélez es “la forma heroica del compañero policía de enfrentar a esos delincuentes con el fin de precautelar la seguridad de los ciudadanos”.

Para Cindy y su familia, se fue su superhéroe. Para la Policía, un compañero y amigo. Para la sociedad, alguien que dedicaba su vida a cuidar al resto. Y si a quien en teoría le toca ese rol, de quien se presume no debería terminar su vida así, le sucedió esto, ¿qué queda para el resto? Como bien dice Cindy, “los ladrones ya no respetan ni a los niños ni a las mujeres. Nadie hace nada”. No es solo lo que ella piensa, sino lo que siente todo un país, que sí tiene una certeza: sabe el momento en que sale del hogar, pero no tiene claro si va a regresar.