¿Quién era Baltazar Ushca?: El fotógrafo Manolo Avilés recuerda los viajes que emprendió junto al último hielero del Chimborazo
No recuerdo la primera vez que oí hablar del “último hielero del Chimborazo”, pero estoy seguro que fue hace al menos 15 años atrás. Sonaba como una leyenda, un gladiador que debía ir al glaciar a una batalla. Y vaya que lo era.
Como fotógrafo de paisajes y culturas era difícil no querer documentar esta actividad, que, como indicaba su nombre, “el último hielero”, seguro estaba por desaparecer. Investigué algo y descubrí que Baltazar era el último hielero en América, ya que en los Himalayas aún se dedican a esta antigua labor.
Lea también | Baltazar Ushca es velado en ceremonia que reunió a sus seres queridos en el Municipio de Guano
Me contaba él mismo que antes habían más hieleros que llevaban los cubos de glaciar a Riobamba, al mercado, y que la gente disfrutaba de los granizados. Incluso se los llevaba a las casas para refrigerar los alimentos.
En fin, ahora la pregunta era “¿Cómo lo encuentro?”. No existía la magia de las redes sociales y la información en internet era hasta cierto punto escueta. Por suerte, Daniel, un amigo andinista, conocía a su familia y me dio el teléfono de Juan, su yerno.
Primero, había que saber cuáles días iba a la “mina”, como solían llamar al lugar donde trabajaba. Recuerdo que eran dos por semana y el jueves era uno de esos, por que debía enterrar el hielo para que esté fresco y llevarlo el sábado al mercado en Riobamba. Organicé mi viaje. Ropa abrigada, los equipos idóneos de fotografía y la mayor de las ganas.
Ese miércoles fui a Riobamba a dormir, no sin antes pasar por Cuatro Esquinas, pueblito de donde era oriundo Baltazar a confirmar de vuelta nuestra travesía que iniciaría el día siguiente. La mañana comenzaba a las seis.
Llegó el jueves y estaba puntual ahí, mientras Baltazar agarraba sus instrumentos. Me adelanté un poco con el carro y lo dejé parqueado lo más lejos que se podía para ganar un poco de ventaja. Debo decir que el espectáculo que vi al salir hacia el glaciar fue inolvidable. Decenas de pastores iban con sus llamas, alpacas y ovejas de manera ordenada hacia sus campos a pastorear. Al poco rato asomó Baltazar con sus burritos.
Caminamos durante un par de horas. Ya la altura empezaba a pasar factura, el malestar le ganaba a los ánimos y cuando llegamos a la zona de páramo, llegó un merecido descanso. Tocaba recoger la paja en la cual se envolverían los grandes pedazos de hielo para que resistan sin descongelarse. Mientras él cortaba y amarraba la paja, me contaba que antes habían más hieleros, pero solo quedaba él.
“¿Desde cuándo lo haces?”, le pregunté. “Desde niño cuando acompañaba a mi padre”, dijo. Enseguida pensé: ¿cuántos pumas, lobos o cóndores habrá visto en todas estas decenas de años? o ¿cuántas veces le habrá agarrado una tormenta de nieve al regreso?
El descanso se acababa, pero era sólo un engaño, enseguida mi cuerpo reclamó. No íbamos ni por la mitad del camino y ya no podía más. Tocó abortar la misión. Tanto tiempo planeando esto para fracasar. Pero siempre he dicho: “Las cosas suceden por algo”. Sabía que eso no iba a quedar así. Había que regresar a sacar hielo y estaba convencido de que iba a ser mejor. Ahora me tocaba volver solo, por un frágil sendero que fácilmente se borraba y aparecía nuevamente.
En medio camino, cuando el páramo le da paso a los pastos, apareció una señora de unos 70 años, con sus alpacas, ya en este punto, el pequeño camino se transformaba en una telaraña de senderos, le pregunté cómo regresaba a Cuatro Esquinas.
Lea también | La historia de Manuela Toabanda, mujer indígena que apareció en la portada de National Geographic
“Sólo dedíquese a ir abajo”, me dijo, no sin antes regalarme unos cuantos disparos mientras sonreía. Ella era Manuela, quien muchos años después sería la portada de National Geographic.
Si ven por qué digo que las cosas suceden por algo.
Y llegué a mi carro, y lejos de sentirme derrotado, sabía que debía volver a terminar la travesía. Fue así cómo cuatro meses después volví para quedarme más tiempo en la altura y con una idea, dormir en el páramo para estar mejor aclimatado y empezar a caminar en la mitad del trayecto. Fue así que hablé con Juan, el yerno de Baltazar y le dije que me haga de guía para pasar la noche en la pequeña chozas de paja que usan los indígenas para refugiarse del frío y al día siguiente continuar.
Así que otra vez arranqué a caminar hacia el páramo, esta vez al igual que la anterior, estaba nublado el Taita Chimborazo, aunque al atardecer regaló unos cuantos destellos de su cumbre, el espectáculo estaba al otro lado, una extensa planicie de tono naranja cubría todo lo que se podía ver. Unas galletas y un atún fueron la cena aquella noche.
Juan se despertó a las tres de la mañana y me dijo “Manuel, me voy a trabajar tú solo sigue el camino y llegas a la mina...”. Sorprendido y sin lograr convencerlo a que se quedara como habíamos pactado, se fue de regreso sin siquiera una linterna, y ahí estaba yo, solo a miles de metros de altura esperando continuar mi travesía.
Al día siguiente, al salir de la choza con los primeros rayos del sol, el Volcán estaba totalmente despejado, un lindo regalo que me brindó la naturaleza. Aproveché a sacar unas últimas fotos antes de avanzar al glaciar. Debía adelantarme lo que más pudiera porque sabía que Baltazar al poco tiempo me iba a alcanzar. Por suerte, había una sola ruta que seguir y era difícil perderse.
Después de una hora y más de camino, veía a Baltazar a lo lejos. Parecía que venía corriendo con sus burritos porque cada vez estaba más cerca. Al final me alcanzó y rebasó, al punto de que cuando llegué a la mina estaba ya cortando los últimos bloques de hielo. Al menos fue tiempo suficiente para poder fotografiarlo en su labor, estaba admirando un oficio que estaba apunto de desaparecer.
Al poco rato empezamos a descender. Está de más decir que enseguida se desprendió de mí. Prácticamente yo era un peso, aunque ya conocía la ruta y esta vez sentía menos molestias por la altura. Además, bajaba con la felicidad de haber fotografiado a Baltazar en sus labores.
Pasé por la pequeña choza a recoger mis cosas y regresar al carro. Al llegar al pueblo, ya estaba Baltazar en una pequeña bodega donde enterraba los bloques de hielo. Obviamente le compré uno y al pasar por Riobamba conseguí una gran hielera para que llegue a Guayaquil.
Durante años tuve en casa ese bloque, el cual iba brindando en alguna reunión con un cocktail mientras contaba esta misma historia, de cómo Baltazar regresaba como un gladiador cargado de hielo en sus burritos.
LEA: Baltazar Ushca, “el último hielero del Chimborazo”, logra graduarse de la primaria a sus 76 años
Fui a visitarlo varias veces, incluso por Navidad en un par ocasiones. Pasé dejándole ropa y juguetes para sus nietos, hasta que el año pasado lo visité por última vez. Ya iba poco o nada a las minas, más bien los fines de semanas iba a Guano, donde hay una parte en el museo dedicada a él. Ahí estaba como celebridad, recibiendo a los turistas y contando sus historias.
Me reconoció y, feliz, me enseñó que tenía su propia marca de agua de glaciar. Yo no fui con las manos vacías, pues le llevaba un cuadro con su foto, un lindo retrato que le había hecho en una de las tantas visitas.
Hoy Baltazar no está. Nos dejó quizás de una manera injusta, un accidente con una de sus vacas. Aquel gladiador que tantas veces sorteó, según mi cabeza, tantos pumas y lobos en el páramo, murió cerca de casa, pero lejos de aquel Chimborazo, que seguro se alegraba al verlo llegar sonriente con sus burritos cada semana, cargando como un guerrero su hielo. Murió una leyenda.