*Este reportaje se realizó en el marco de la beca de InquireFirst para el Programa de Cobertura de Migración Fronteriza.
"Ayúdenos, queremos entrar. Ya no tenemos comida”, grita un grupo de unos 10 migrantes desde el borde del río Bravo, en Ciudad Juárez, México. Algunos llevan niños en brazos. Al otro lado del río está la ciudad de El Paso, del estado de Texas, Estados Unidos y la famosa “Puerta 36” del muro de nueve metros que se construyó para detener la migración ilegal. Los agentes de la Patrulla Fronteriza (CBP) les hacen señas de que no pueden cruzar y que se alejen. Es mediodía de un martes de finales de abril y la temperatura bordea los 30 grados centígrados en esta zona desértica, donde la naturaleza no aporta nubes ni árboles para protegerse del inclemente sol.
Para cruzar este tramo de frontera, los migrantes deben descender al río y pasar nadando o en botes inflables. Aunque en esta temporada no es caudaloso, sus aguas tienen un olor putrefacto. Ya en territorio americano, deben superar una barrera de alambre de púas y luego correr unos 100 metros hacia el muro. Si logran escalar y saltar los nueve metros, se enfrentan a un canal de agua que en Texas lo usan para regadío de los cultivos. Ahí pueden morir ahogados. Si pasan el canal, tienen que atravesar la autopista de El Paso, donde pueden morir atropellados.
Aún si superan la autopista, luego tienen que buscar una “casa de seguridad” de los coyoteros, para descansar y después ser llevados a las ciudades de Estados Unidos, donde piensan instalarse. En esas casas los migrantes son tratados en condiciones infrahumanas, extorsionados y violados, dice Valeria Morales, una de las supervisoras de CBP. Es el precio del sueño americano. Los coyotes y mafias del narcotráfico se aprovechan de la desesperación de los ecuatorianos y resto de latinoamericanos para vender un viaje “sin mayores problemas”, pero la realidad es otra. Si bien hay historias de éxito, hay demasiadas de tragedia.
Quienes llegaron hasta Ciudad Juárez o cualquier otro punto de la frontera, seguramente se salvaron de morir en la selva del Darién, en Panamá. Esa suerte no tuvo Henry Chump, un joven de 29 años, de la provincia de Morona Santiago, quien murió allí en 2022 y enlutó a la comunidad shuar San Miguel del cantón Tiwintza. Otros sortearon las condiciones inhumanas en las que transportan a los migrantes, menos Verónica Toaquiza, quien salió del sur de Quito buscando un mejor futuro para su hija de ocho años, pero encontró la muerte cuando el camión en el que viajaba se volcó en México.
También podrán contar su historia quienes se libraron de ser presa de los carteles. Esto no pasó con los tres jóvenes que, en febrero, fueron reportados como secuestrados por Los Zetas, en Ciudad Juárez: Sebastián Malla (Azuay), Jonathan Morocho (Zamora Chinchipe) y Jeremy León (El Oro), según informó la organización 1800 Migrante. Al otro lado de la frontera, el peligro no acaba, y así lo comprobó la familia Barbecho Quezada de la parroquia Sinincay, de Cuenca, cuando padre e hijo cruzaban el desierto de Sonora. Christian, de 15 años, acostumbrado al frío del Austro, no soportó los 42 grados centígrados de ese inhóspito sitio. El padre fue rescatado por la Patrulla Fronteriza.
Por eso, muchos llegan a la Puerta 36: para entregarse a las autoridades. Porque ya no pueden con el viacrucis. Fue el caso de Carlos Quezada, un colombiano de 32 años, quien ese caluroso martes de abril pidió ayuda. Dijo que había recorrido un mes y medio de camino sin pagar a nadie. Aseguró que pediría asilo en EE.UU. Pero él no sabía o prefería no saber que lo deportarían inmediatamente bajo el amparo del “Título 42”, una Ley expedida por el gobierno de Donald Trump para expulsar a los migrantes ilegales por razones sanitarias, a partir del inicio de la pandemia. Así que Carlos fue trasladado a un centro de detención y deportado en menos de 24 horas. Seguramente lo intentará de nuevo, como muchos migrantes.
El “Título 42” estuvo en vigencia hasta 11 de mayo y luego retornará el “Título 8”, que obliga a que a cada migrante se le siga un proceso que puede durar días o semanas, pero una vez que concluya el juicio, quizá no sea deportado sino encarcelado.
Carlos y otros miles de latinoamericanos quizás se salvaron de un destino trágico al entregarse. Solo en este sector se han encontrado a 29 migrantes muertos en los últimos seis meses, sin contar los desaparecidos; 129 han quedado heridos tras caer del muro, y 186 han sido rescatados, sobre todo del desierto, según informó Jorge Vega Torres, jefe de Operativos de la Patrulla Fronteriza de El Paso.
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La frontera México-EE.UU. tiene 3.000 kilómetros que cruzan desde el Atlántico hasta el Pacífico, similar a la distancia que hay entre Ecuador y Paraguay (atravesando Perú y Bolivia). Hay más de mil kilómetros de muro y cientos, y quizás miles, de pasos que usan los coyotes para pasar migrantes y droga. Cada mes son detenidos cerca de 200.000 indocumentados por la Patrulla Fronteriza, incluso gente que hace la travesía desde países de África, Medio Oriente y China. Solo en marzo pasado cayeron más de 2.200 chinos.
Quienes no se quieren arriesgar por la parte desértica de Estados Unidos, toman la ruta más cercana al golfo de México, pero aumenta el riesgo de cruzar el río Bravo, puesto que en esta zona es más ancho y caudaloso. Vistazo recorrió un tramo del río en los botes de la Patrulla Fronteriza en el sector de McAllen. Los agentes explicaron que los coyotes usan botes inflables que tienen capacidad para cuatro personas, pero meten de ocho a 10 migrantes, aumentando el riesgo de naufragio, puesto que navegan sin chalecos salvavidas, con niños, y de preferencia en medio de la noche, cuando es más difícil el patrullaje.
“A veces nos llaman porque se cayó un familiar o un niño, para que los rescatemos, pero el resto del grupo sigue su camino. Solo nos dan las coordenadas”, relató uno de los agentes. Han encontrado grupos de hasta 200 personas intentando cruzar. Cuando los migrantes están del lado mexicano, la Patrulla Fronteriza advierte que no crucen. Pueden detenerlos solo cuando han pisado territorio americano. Así que cuando encuentran los botes a medio río, los coyotes regresan al lado mexicano. Es como un juego del gato y el ratón.
Los migrantes que superan todos los obstáculos, son trasladados en vehículos cientos de kilómetros hacia el interior de Estados Unidos, desde donde los coyotes los envían a su destino final. Por eso en McAllen hay un retén en la carretera a 50 kilómetros pasando la frontera, para revisar que los tráileres no lleven personas ilegales a bordo.
“Es un retén de segunda línea, pues el muro no puede detener a todos los migrantes. Tenemos control de rayos X y demás tecnología”, dice uno de los agentes.
Pero la mayoría de coyoteros llevan a los migrantes caminando. McAllen es conocido por sus grandes ranchos dedicados a la agricultura y ganadería. Les dicen que solo deben caminar un par de horas, pero en realidad son días. La Patrulla Fronteriza puso unas antenas en el camino, para que los migrantes puedan presionar un botón cuando sienten que están en riesgo de morir por el cansancio o deshidratación. También están expuestos a caimanes, serpientes, gatos de monte y otros animales. Alex Jara, uno de los agentes, relata que a veces encuentran personas que han muerto dos o tres días antes, seguramente abandonadas por los coyotes. Según Gloria Chávez, jefa de la Patrulla Fronteriza en Río Grande Valley, en McAllen, en los últimos seis meses se contabilizan 51 muertos y 159 rescates.
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Si hablamos de ecuatorianos, en año fiscal 2022 se detuvo a más de 24 mil compatriotas. Pero en el año fiscal 2023 (que se cuenta desde octubre de 2022 hasta septiembre de 2023) se ha detenido a un promedio de 10.000 ecuatorianos por mes. Eso quiere decir unos 300 cada día, según las estadísticas de CBP. Pero por cada detenido no se sabe cuántos logran pasar. El gobierno ecuatoriano tampoco ha podido determinar cuánta gente emigra, puesto que cuando lo hacen ilegalmente no se registran en los puntos fronterizos.
Lo único claro es que Ecuador vive una nueva ola migratoria, que podría agudizarse por la crisis económica, política y de violencia que vive el país. El flujo actual podría ser parecido al éxodo de la crisis bancaria 1998-2000, cuando cien mil ecuatorianos salían cada año.
En 2021, cuando se empezaron a notar los estragos económicos de la pandemia, los ecuatorianos optaban por llegar por vía aérea hasta México. Pero luego el país azteca empezó a pedir visa. Entonces los migrantes empezaron a volar a Nicaragua. Según datos del Ministerio de Gobierno, en lo que va del año, casi 10.000 ecuatorianos han volado hasta Nicaragua y solo han regresado unos 200.
El resto se va por la selva del Darién, aunque hay quienes tienen más recursos o se endeudan para viajar hasta Las Bahamas, bajo la fachada de turistas, pero tampoco es un camino seguro. Los dos hermanos de Alicia Calle y su cuñada usaron esa ruta en 2021. Después de 15 días de viaje y hasta hoy, están desaparecidos. “La gente debe pensarlo dos veces, por más que digan que no habrá ningún riesgo”, dice Alicia.
Pero la migración y el dolor suponen una paradoja. Entre 2015 y 2022, las remesas enviadas por los migrantes a sus familiares se duplicaron. Llegaron a 4.734 millones de dólares en 2022, superando incluso a las exportaciones de banano. En 2023 seguramente las remesas batirán un nuevo récord.
Todas las previsiones suponen un incremento de la migración. Por eso el gobierno norteamericano se prepara para fortalecer el control en las fronteras y brindar mecanismos seguros para quienes califiquen a procesos de asilo, visas de trabajo o planes de reunificación familiar. Pero por ello piden seguir los caminos legales y no arriesgar su vida con los coyoteros.
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