La suerte de la bonita
Encajar en ciertos estándares de belleza puede ser una ventaja, hasta que quieres escalar en la pirámide laboral en una sociedad machista.
Tenía 6 años cuando me eligieron Princesita de Navidad del primer grado y entonces supe que yo era bonita. Fue un gran descubrimiento entender que no solo era linda para mi mamá, sino que el mundo -o la minúscula parte de él que podía conocer a esa edad-, tenía unos estándares con los que yo cumplía por razones ajenas a mi control.
Hay que aclarar que no me reconocía ni más ni menos bonita que nadie, así que no lo asumí como una ventaja. Pensaba, al igual que ahora, que no hay ser humano sin un rastro de belleza. Yo -me repetía- soy bonita, y todas las personas también.
Cuando fui a mi primera entrevista de trabajo, a los 18, recuerdo haberme preguntado cómo debía lucir una recepcionista. Bonita, supuse, y estaba muy segura de que obtendría el puesto (claro, porque había sido Princesita de Navidad en los albores de los 90). Me contrataron y fui, durante casi un año, la primera persona a la que veían los clientes de esa concesionaria de autos lujosos detrás de los cristales.
Entonces surgió la oportunidad de cumplir mi sueño colegial de escribir para el periódico más importante de la ciudad: había una vacante en la recepción de avisos clasificados. Recuerdo haber pensado que no importaba si era bonita, sino si tenía aptitudes para el periodismo. Después de todo, ¿cómo se supone que debe lucir una periodista?
A los pocos meses, el editor general (un buen hombre con nombre de poeta que jamás hizo referencia alguna a mi físico) me ofreció escribir una nota que se publicó con mi nombre y me integró a la redacción del diario. Me sentía extasiada, feliz, plena.
Ya como periodista en ejercicio, me pidieron en ese -y en otros cuatro medios en los que trabajé- ser la Señorita Deportes. En más de una de esas empresas, los fotoperiodistas o los camarógrafos me decían “reina” después de esas ceremonias hechas para confraternizar. Me parecía un gesto agradable que me distinguieran del resto de mujeres por alguna razón, y allí entendí que sí había un privilegio.
Atesoro esas cintas como un recuerdo de cuando no tenía tantas inseguridades que afloran en tiempos de redes sociales y que están minando la autoestima de las nuevas generaciones. Esas inseguridades que crecen como hiedra venenosa cuando empiezas a notar que hay quienes invalidan tus competencias profesionales y tus logros porque eres, digámoslo claramente, bonita, aunque la belleza sea un concepto tan relativo.
En el salvaje mercado laboral, que aún pide “buena presencia” para ciertos empleos, ser bonita puede ser una ventaja... pero solo hasta cierto punto. Lo demuestran esos cuchicheos: “seguro consigue la entrevista porque es bonita”, “de ley le ofrecieron el cargo porque es bonita”, “lo tuvo todo fácil porque es bonita”.
Ser bonita es una ventaja hasta que llegas a cierto punto de la pirámide laboral. El mensaje de una sociedad machista y opresora es que, para avanzar más, hay que despojarse de todo rasgo de belleza y ternura.
Alguna vez, una jefa me dijo que si quería que me tomaran en serio debía dejar de sonreír. Por varios años dejé de pintarme la boca para no concentrar la atención en ella, o no me ponía cierta ropa que me gustaba y me favorecía solo para parecer más profesional... cuando lo cierto es que “lo profesional” no tiene que validarse ocultando lo bonitos que somos, ni las partes que más nos gustan de nuestro físico.
Cuando llegué a ser jefa de un equipo, entendí que el privilegio podría volverse en mi contra entre más asciendes. Que tenía que -de cierto modo- esconder lo que me hacía bonita a los ojos de este mundo estereotipado para encajar.
He pensado mucho en ello ahora que soy madre de una adolescente y que veo florecer su belleza. Últimamente, la he observado ocultarla para que no la consideren presumida. Por eso trato de animarla a amarse, a verse a sí misma con mis ojos. Lo único que podemos hacer para acabar con este sistema es dejar de temerle a nuestra luz, dejar de temerle a todo lo maravilloso que llevamos dentro y, sobre todo, reconocerlo en los otros.