La Navidad de 1998
En 1998 había celebrado diez Navidades como hijo único. Al llegar diciembre mi casa se pintaba de rojos y blancos. En el centro de la sala se erguía un árbol al que yo veía como a un gigante destellando luces junto a un pesebre que anunciaba el nacimiento de nuestro salvador.
Me acostumbré a una noche a la que ahora sé que llamarla “buena” no fue suficiente. Mis veinticuatro de diciembre fueron la realización de los anhelos de mis trescientos sesenta y cuatro días restantes. Mis padres, mis abuelas, mis tías, abonaban el árbol para mí con regalos de todos los tamaños, envueltos en papeles coloridos.
No puedo negar la emoción que me provocaba ver ese árbol custodiado de sorpresas, ni que alguna vez me adelanté a abrir alguna, pero me colmaba algo más fuerte que las ganas de arrancar las envolturas: el encuentro de mi familia en casa.
El pequeño departamento se invadía de abrazos y se transformaba en un puente que unía a mi familia en una calidez de hogar ambientada de villancicos.
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Las mañanas de los veinticuatro de diciembre olían a chocolate caliente y pan de pascua. Sabía que en la noche me entregarían el título de propiedad de esos regalos y unas fragancias a nuevo invadirían mi habitación. Era momento de vestir la ropa que mi mamá me había comprado para recibir a la familia de manera elegante, caracterizada por mocasines cafés y medias largas.
Pero algo distinto ocurría aquel 1998: meses antes de diciembre, mis padres pusieron fin a su relación.
Papá dejó el hogar y el lugar empezó a sentirse como una casa. Mi mamá se quedó en casa intentando reinventar un hogar. Lo que antes unía comenzaba a dividir y los rastros de quien se fue fueron sepultados como si de esa manera se pudiera sepultar el dolor.
Ellos, Marcela y Jaime, dejaron de ser pareja y se volvieron dos desconocidos. Aquel puente se rompió para la Navidad de 1998 y la familia no pudo reencontrarse en casa de los Boloña.
Como queriendo cubrir heridas, la casa volvió a pintarse de blancos y rojos, pero opacos. El árbol en el centro de la sala tenía las luces de siempre, pero ya no iluminaban como antes. No hubo regalos decorándolo ni olor a chocolate caliente. Ya no tuve que estar elegante.
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Esa mañana, antes de Navidad, desperté melancólico. En la tarde, papá me invitó a uno de los paseos de nómadas con la mirada baja cuando se ha perdido un hogar, pretendiendo un festejo fracasado.
De manera inesperada, al volver a casa, tuve un regalo que jamás estuvo puesto bajo el árbol: mi papá me pidió que le preguntara a mi mamá si podía pasar a desearle Feliz Navidad. Como si eso de “feliz” fuera posible, se lo pregunté. Y mamá aceptó.
De pronto, mi papá y yo estábamos rumbo a comprar una cena para llevar y compartirla los tres. De pronto, villancicos sonaron en mi cabeza.
La comida fue tan ordinaria que no la recuerdo. No hubo regalos para abrir, pero se abrió un destello de esperanza. Un intento de perdón o de amistad. El anhelo del nacimiento de algo nuevo.
Aquella celebración de 1998 fue la que a los once años me enseñó que la Navidad no siempre es un momento de plenitud. Vi luz en los pequeños destellos humanos y supe que era posible reinventar una relación. Desde entonces, mis padres son amigos y sé que más que felicidad, la Navidad es esperanza.