Al inicio era un problema porque los papás, los hermanos mayores y los esposos eran muy celosos. No querían que vayamos a las reuniones y a los cursos de bordado en Cuenca. Siempre ha sido un mundo reducido para la mujer, y a veces un mundo más abierto para el hombre. Contra eso se ha tenido que luchar”, cuenta Aída Maita, representante legal de la Cooperativa Centro de Bordados de Cuenca.
Esas fueron las primeras puntadas que tuvieron que enfrentar este grupo de artesanas. En ese entonces eran unas 350 mujeres de las comunidades rurales de Cuenca, Gualaceo, Chordeleg y Paute quienes se embarcaron en una iniciativa que buscaba rescatar el bordado a mano. Este proyecto nació con la asesoría del Fondo Ecuatoriano Populorum Progressio (FEPP) y la Cooperación Técnica de Suiza.
“Que esta fuente de ingresos económicos se quedara con las personas que hacían los bordados era el objetivo central”, indica Maita, en referencia a que antes dependían de los intermediarios para la comercialización de sus productos.
Con la aplicación de los controles de calidad a sus artículos y la migración por la dolarización, ahora solo 35 mujeres forman parte de la cooperativa, que funciona en autogestión desde 1996. Ellas bordan en un pedazo de tela de 13 por 7,5 centímetros las coloridas tradiciones indígenas y los paisajes del país para que sean parte de sobrias tarjetas. En ese espacio se pueden encontrar hasta 40 colores de hilo y esa labor les puede tomar hasta 25 horas.
Materiales usados
Carmela Angamarca, quien vive en el área rural de Gualaceo, narra que aprendió a bordar a los 11 años, edad a la que se integró a la cooperativa. “La única opción era aprender un oficio. Antes el estudio era solo terminar la escuela”, relata.
“No es difícil aprender, solo hay que dedicarse. Hay que tener paciencia para ir viendo las puntadas”, añade Angamarca, quien ahora es secretaria de la organización. Este trabajo artesanal lo complementa con la agricultura y la crianza de animales como cuyes, pollos y chanchos.
Ella acude al menos cada 15 días a la oficina de la cooperativa ubicada en el Parque Industrial de Cuenca. Allí retira los materiales como la tela dibujada y los hilos para continuar con la tarea sobre el bastidor que tiene en su casa. Al terminar regresa a la capital azuaya para que se realicen los acabados como el planchado de la tela y el pegado a la artulina para formar la tarjeta.
El proceso inicia con un dibujo sobre papel y ahí se realizan puntadas sobre ese material. Luego la imagen se coloca sobre una tela y se pasa carboncillo para que se impregne el bosquejo en el textil. Una de las socias realiza el bordado y se establece el tiempo que se demora en ejecutar el trabajo. Esas horas empleadas en el prototipo, más la complejidad del diseño, el número de colores y la cantidad de puntadas determinan el costo de la tarjeta y el pago que debe recibir las socias. Así, una tarjeta cuesta entre 10 y 25 dólares.
De moda
Las más costosas forman parte de la serie Ecuador ama la vida. En ellas se bordaron a los shuar, waoranis, un papagayo amazónico y a Baltázar Ushca, conocido como el último hielero del Chimborazo. Con esas tarjetas, el Centro de Bordados de Cuenca ganó el Reconocimiento de Excelencia Unesco para la Artesanía de la Región Andina 2014. Maita cuenta que en las tarjetas de los shuar y waoranis se tuvo en cuenta el relieve y varios tonos de verde con el objetivo de darle profundidad a la selva amazónica.
Antes habían logrado el premio a la calidad “New Milenium” en Francfort, Alemania; el galardón a la excelencia y a la calidad “The Bizz Awards” en Houston, Estados Unidos. Además lograron el segundo lugar en el concurso de Emprendimientos productivos liderados por mujeres del Municipio de Cuenca.
Pero su mayor logro llegó en 2015. Ellas bordaron los ornamentos que vistió el papa Francisco durante la misa que celebró en Quito. En la estola se recreó la vida de San Francisco de Asís, una alegoría del canto de las criaturas del santo y los símbolos de la orden franciscana, a más de una advocación al Padre. También en esa prenda estuvie- ron representados el último hielero del Chimborazo, los waoranis y los shuar. Mientras que en la casulla se tejieron espigas, lirios y el Corazón de Jesús.
“A veces la gente cree que lo nuestro es hecho a máquina, pero lo hacemos a mano. Por eso, nuestros bordados tienen la misma figura al derecho y al revés. Cuando usan la máquina de coser se ven los hilos cruzados al reverso”, indica Aída Maita.
Cada año incluyen nuevos diseños y se adaptan a los requerimientos de sus clientes. Por ejemplo tejen escudos y palacios de Austria. Sus bordados también se han ido a Estados Unidos. Sin embargo, la mayoría de sus productos se venden en galerías de Cuenca y Quito. Además de las tarjetas, ellas tejen sombreros, chompas, guantes, bufandas y bordan en camisetas y sombreros.
Carmen Quillay teje desde los 12 años. Ella es la encargada de elaborar el vestuario en lana de oveja o de alpaca que compran a organizaciones campesinas de Salinas, en la provincia de Bolívar. De esa forma, ella ayuda con esos ingresos extras a su casa. Así, este grupo de mujeres borda su destino.